Me
resistía a escribir sobre un tema demasiado espinoso como es el de la juventud,
pero me he dado cuenta de que las posibilidades de que alguno de ellos lea este
blog vienen a ser las mismas de que Rita Barberá tome conciencia de su zafiedad y rufianiería e
ingrese en un convento como carmelita descalza, así que voy a soltar lo que me
apetezca sobre el asunto aunque en la seguridad de que será incompleto, porque
el tema da para mucho.
Todo
viene a cuento de que ayer un familiar con el que mantengo una
afectuosa relación, me pidió que tratase de conseguirle para su hija
mayor, de 24 años, el libro Breaking Dawn (Crepúsculo) así, en inglés y en
formato electrónico. Traté de complacerle al tiempo que me apenaba
comprobar que una joven, a la que considero bastante inteligente, forma parte
de esa masa de adolescentes deslumbrados por lo que los medios llaman “una
saga” y yo "un folletón intragable" (acepto que no lo he leído, claro, no soy un
catavenenos).
De
ahí pasé a reflexionar sobre cómo veo yo a la juventud actual, entendiendo
arbitrariamente como tal la que va desde los 16 a los 24 años, más o menos.
No es nuevo contemplar a las nuevas generaciones desde la distancia de la
madurez o la vejez como un conjunto de irresponsables, tampoco es mía la frase
“la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”, pero creo que es muy
cierto que las transformaciones sociales que los jóvenes han asimilado han sido
vertiginosas y rotundas, principales víctimas de la revolución
tecnológica y del espíritu de nuevos ricos que los españoles padecimos hasta
llegar a la situación de ruina actual, de la que muchos no han tomado conciencia todavía.
No son especialmente aficionados a la lectura, pero cuando lo hacen se limitan a novelas gráficas o best-sellers y no precisamente a los escritos por Ken Follet o Ruiz Zafón, por poner algún ejemplo. Lo que les importa es poseer el último smartphone, y recibir mediante esos
trastos toda la información que a diario digieren, principalmente a través de lo
que llaman “redes sociales”.
Hemos
tenido un ejemplo de la conducta gregaria actual en los tristes sucesos del
Madrid Arena (por cierto que vaya nombrecito, también de importación). Cuando
yo andaba por esas franja etaria, había quienes se iban a locales del tipo La Tuna o Consulado en Argüelles para asistir a Jam Sessions en la primera o a la
“gran” discoteca segunda, situada a no muchos metros de aquel local, nada
que ver con estas aglomeraciones actuales en las que, aparte del comportamiento
irresponsable y exclusivamente mercantil de los organizadores de eventos, quienes
acuden no ponen reparos a reunirse bajo un mismo techo en número superior a los quince mil, bailando y saltando a un tiempo, ensordecidos por el estruendo
ambiental. Bueno, y algunos haciendo otras cosas menos recomendables.
Como experiencia inmediata, hay cerca de mi casa un centro de formación profesional que podríamos
clasificar de élite por el tipo de enseñanzas especializadas que imparten. Es
habitual que algunos de sus jóvenes alumnos en los ratos libres penetren en el interior
de mi urbanización –algo prohibido mediante letreros, pero no tenemos guardias
de seguridad que lo impidan y ya se sabe: no se respetan normas si no existe castigo severo e inmediato–, formando un grupo que se refugia bajo la
protección de una cornisa. Allí orinan contra la pared, delante incluso de las
compañeras del sexo femenino mientras charlan con ellas y a la vista del vecindario; consumen comidas y bebidas
cuyos restos arrojan al suelo sin más contemplaciones y allí proceden al ritual
grupal de liarse unos porros que también liquidan con el mayor desparpajo; si
tengo la ventana abierta puedo disfrutar de un colocón gratuito. No tengo nada
que oponer a esas actividades si les place, pero ¿es mucho pedir que tengan
el decoro de hacerlo en sus casas? Y no sirve de nada llamar a la policía
municipal, porque ya se sabe que esos perezosos funcionarios están al servicio exclusivo de los munícipes con cargo.
Disponen
estos jóvenes de unos medios económicos de los que no podíamos ni soñar antes,
aun teniendo en cuenta el cambio de los tiempos y, en muchos de esos casos si
no la mayoría, el dinero les ha sido proporcionado por los padres –unos
pringaos, ya se sabe– entre otras razones porque el paro juvenil llega al
cincuenta por ciento. Me pregunto, ¿alguno de estos angelitos sabe lo que es
jugar al parchís o las damas?
Con
las debidas excepciones, les da igual quien gobierne o las leyes que se
promulguen, pues su hedonismo les impide ver algo más allá de lo inmediato y de
lo que no sea pasarlo bien. ¿Solidarios? Puede que algunos, pero el otro día pude comprobar hasta qué punto; un bárbaro golpeó mi coche que estaba aparcado y cuando pedí a un grupo de jóvenes, que se encontraba a menos de dos metros apoyados contra el escaparate de un comercio, que contaran a la policía –avisada por mí– lo que habían presenciado, no conseguí arrancarles ni una palabra y sí sonrisas de burla.
Sé
de lo que hablo, porque convivo con un ejemplar de 21 años, que ciertamente es una de
las mejores personas que conozco, pero aun así no se libra de la maldición
generacional. También tengo sobrinos, hijos de amigos, etc. y si bien eso no me
autoriza a emitir generalizaciones, admitamos que tenemos –a través de los
medios– suficiente información como para saber sobradamente con quiénes nos
jugamos los cuartos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario