04 febrero 2015

Resistencia a la autoridad

No para de debatirse sobre la nueva ley de seguridad ciudadana, un paso más para que el ciudadano se encuentre de todo menos seguro (y conste que me considero persona de orden). Lo que no puede ser es que casi todo esté prohibido y, peor, que la policía vea despejado el camino para comportarse como esas de otros países a los que los ciudadanos se les mueren al menor descuido.

Escribo esta nota aún impresionado por lo que acabo de ver en el telediario: hay un joven en la acera, al lado del cual se detiene un coche-patrulla de los mossos d’esquadra. El joven permanece quieto, pero cuatro mossos se precipitan sobre él tras salir del vehículo y directamente lo empujan y comienzan a golpearle. Según afirman, el joven mantenía una actitud sospechosa, algo que como todos sabemos es detectable, agresivo y peligrosísimo. En esto, como en otras tantas cosas, Cataluña va muy por delante del resto de España. Si excesivamente violento es el comportamiento de las policías en nuestro país, los mossos tienen poco de tales y mucho de acémilas y poseen ya un largo historial de muertes, torturas y arbitrariedades.

Habitualmente no me sumo a todas las condenas a las actuaciones de la policía, no cabe duda de que la acciones de algunos violentos merecen una respuesta rotunda, pero golpear sin más a este joven, igual que se ha hecho en tantas manifestaciones arremetiendo contra personas que sólo ejercían un derecho, es simplemente actuar con la misma brutalidad que las fuerzas del orden de esos países que todos tenemos en mente y, gobierne quien gobierne, eso es algo contra lo que nos debemos rebelar.

Puedo aportar una mínima experiencia personal –no comparable– que me ayuda a comprender la indignación de tantos atropellados violentamente. Hace ya más de un año, tomé el metro para acudir a la consulta de un médico especialista bastante alejado de mi domicilio. A mitad de trayecto un grupo de hombres compuesto de tres vigilantes y dos inspectores del metro me pidieron mi billete a los que mostré de inmediato el que llevaba: uno de esos abonos de diez viajes con una pequeña banda magnética en los que por ese medio y gráficamente, mediante impresión, se cancela el viaje al pasar el billete por el torno. De inmediato, el inspector que había tomado mi billete me dijo que tenía que acompañarles porque yo no había pasado el billete como debería haber hecho. Fue inútil que yo afirmara que estaban equivocados, me dijeron que tenía que bajarme con ellos en la próxima estación y así se me obligó haciendo caso omiso de mis protestas explicando que me harían llegar tarde al médico y si se imaginaban que yo, a mis 70 años, iba a saltar por encima del torno.

Allí me quedé en el andén, arrimado a la pared y con cuatro de los energúmenos rodeándome amenazadoramente, ardiendo yo de ira y con todos los que circulaban a esa hora por el andén mirándome sospechosamente, convencidos de que debía de tratarse de un terrorista internacional. El quinto individuo se marchó con mi billete, supuse que para verificar algo.

Al cabo de un cuarto de hora volvió y me devolvió el billete con un simple lo siento, sin nada que se pareciera a pedir disculpas. Según parece, en la estación por donde entré, la canceladora del torno por el que pasé no tenía tinta para imprimir y dejar constancia de ese paso, pero sí hacía la cancelación magnética. No tengo que decir que a la vuelta, en mi estación, pedí un formulario de reclamación –el empleado del Metro me dijo que ese torno llevaba así más de un mes– que rellené y entregué en el momento y que al cabo de más de un mes me fue contestada argumentando que ellos –Metro de Madrid– estaban facultados para retener a cualquier persona sospechosa. Y a aguantarse. Por descontado que llegué tarde a la cita médica.

Si en vez de ser alguien de edad hubiera sido un joven impaciente, que se hubiera zafado momentáneamente de los vigilantes e intentado escapar para no llegar tarde a una cita, ¿cómo hubiera terminado la aventura?

Observe la foto de más arriba y piense: ¿cuántos policías hacen falta para detener al joven que está debajo de todos ellos?, ¿qué terrible delito había cometido y qué arma agresora portaba?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Has comentado lo que hubiese podido suceder si lo que te ocurrió a ti le hubiese pasado a un joven y más si hubiese sido considerado sospechoso, pero has olvidado colocarte en la otra parte del espectro: ponerte en la piel de la Sra. Aguirre. Hubieras podido echarte a correr y además darles un par de leches a los amenazantes inspectores.
Angel

Mulliner dijo...

Es sabido que no es frecuente el desparpajo y la desvergüenza de Aguirre, la cólera de Génova. Si siendo culpable casi mata a los agentes del orden, no habiendo hecho nada como era mi caso, los manda a galeras. Mejor no pensar en ella porque no duermo (y no de lascivia).