22 febrero 2019

Fue el 22 de febrero de 2018

Si algo inunda todos los aspectos de la vida española es la falta de memoria. Se nos olvida lo que hicieron o dijeron ciertos políticos, se nos olvida quién fue infiel a la democracia y se nos olvida que tal día como hoy, hace justamente un año, desapareció el que quizás haya sido el mejor humorista de España en décadas: don Antonio Fraguas, Forges. Ni siquiera el que fuera su periódico durante 24 años, El País, lo menciona hoy.

Vaya desde aquí un recuerdo hacia este hombre que no solo nos puso una sonrisa en la boca, cada día, durante muchísimos años, sino que hasta inventó un vocabulario que hoy usamos, conscientes o no, todos nosotros. La verdad es que, quizás por mi edad semejante a la suya, nunca pude imaginar que me fuera a faltar nunca su viñeta y me parecía lo más natural encontrarlo cada día al iniciar la lectura del diario, tan firme como la catedral de Burgos.

Mientras vivió, tuve el desparpajo de escribirle un par de veces mostrándole mi desacuerdo con algo que él había dicho o escrito y las dos veces me contestó dándome una explicación. No es frecuente ese comportamiento. Como de bien nacidos es ser agradecidos, gracias, Forges; por todo.

21 febrero 2019

Niños viejos

Puedo afirmar sin equivocarme que soy casi un fenómeno social: no he visto más de 5 minutos de Juego de tronos y no he oído nunca Despacito. Reconozco que no veo mucho la televisión −salvo noticiarios, películas y alguna serie casi siempre cuando dejan de emitirla− y además lo primero me ha sido fácil porque no me ha apetecido nunca ver los «jueguecitos» ya que me bastaba para rechazarla comprobar quiénes eran entusiastas de ella, como por ejemplo el insigne Pablo Iglesias, que tuvo la insolente ocurrencia de regalarle un paquete con DVD de la serie al rey en una recepción. En cuanto a la cancioncilla ocurrió algo por el estilo y bastaba con que sonara lo de Deeeess... para que de inmediato cambiara de canal, y así me he ahorrado acidez estomacal y rebajar aún más la opinión que me merece el gusto musical de la mayoría.

Me consta que hay una serie de programas-concurso en la televisión porque es inevitable asistir a la publicidad que las propias cadenas hacen si uno frecuenta los telediarios de varias de ellas y a las noticias en la prensa. Sé que existe «Gran Hermano» y sus variantes, «Operación Triunfo», «Master Chef» y sus variantes, «La Voz» y sus variantes...   

Precisamente hoy me ha tocado asistir a este último −sin sonido por suerte− porque he tenido que permanecer media hora delante de un televisor con ese programa sintonizado y ya se sabe que un televisor encendido atrae inevitablemente la mirada de quienes se encuentran por los alrededores. He podido presenciar las morisquetas y aspavientos de la tal Paulina Rubio al tiempo que me preguntaba hasta cuándo va a seguir vistiendo, gesticulando y comportándose como una adolescente la que ya se encuentra muy distante de ese periodo de la vida. No es difícil imaginar que dada su inanidad e ignorancia con certeza formaba parte del jurado y por eso estaba sentada en una butaca enorme. Me pregunto qué rencores nos guarda Méjico para enviarnos a esa maldición capaz de hacer desear a quien la observa la rápida llegada del fin del mundo. Puede que sea una venganza por las rancheras de Bertín Osborne, pero creo que se han pasado un poco en la revancha. Además, este último no se ha quedado a vivir allí; una pena. 

He tenido la ocasión de observar a quienes debían ser los concursantes, esforzándose por dar "lo mejor de sí mismos" y los que parecían miembros del jurado dando consejos. Me asombra, ¿algunos de los jueces ha tenido una carrera profesional de éxito incuestionable?, si no es así, ¿de qué van?

Me olvidaba citar a un concurso que aunque no pertenece exactamente a la misma categoría, me toca ver cinco o diez minutos cuando enciendo la televisión para ver el telediario al mediodía. Hablo de «La rueda de la fortuna», en el que el concursante tiene que adivinar las palabras de un panel mediante la inclusión por goteo de vocales y consonantes.

Todos los concursos son abundantes en la presencia de jubilados −facción «abueletes semirurales»− y en todos me he quedado asombrado por el aspecto y comportamiento de los que asisten como público o concursan: son infantiles hasta el punto que me hace pensar que no les ha servido de nada positivo cumplir años y aprender. Todos los concursantes parecen estar convencidos que con ese tiempo de aparición en pantalla han cumplido con los diez o quince minutos de gloria a los que parece que todos tenemos derecho y aparentan emocionarse como si les hubieran concedido el premio Nobel, riendo y a veces llorando conmovidos. Todo el público corea como niños los estribillos que les enseñan o que han aprendido presenciando en la pantalla de su televisor ese mismo espectáculo cien veces. Todos son inevitablemente niños jugando a lo que les ordenan y felices con ello, niños que lamentablemente carecen de la gracia e inocencia que suelen asimilarse a los infantes.

Y pensar que muchos pensaron cuando apareció la televisión que sería una herramienta formidable para formar a la gente...

03 febrero 2019

Comprando coche

No hay día en que no veamos en la prensa algún debate acerca de lo acertado o errado de lo dispuesto por el gobierno actual: 2040 como fecha límite para la venta de vehículos de combustión interna y desde ya una desincentivación de los vehículos con motorización diésel.

Hace ya 9 años cuando compré mi coche, me convencieron de que lo comprara diésel, porque era menos contaminante, al menos eso aseguraban los expertos. Yo me resistí porque nunca tuve un coche con motor a gasóleo −me parecía más propio de camiones− y porque en mi vida de jubilado los kilómetros anuales descendieron de manera notable, pero la idea de contaminar menos me atrajo y lo compré de ese tipo.

Está actualmente como nuevo, pero uno se cansa incluso de lo bueno, me he planteado comprar un sustituto y ahí he caído en el mismo dilema que todo el que ahora quiere comprar un coche. Hasta ahora uno se planteaba solo si comprarlo de gasolina o gasóleo, pero las posibilidades actuales son muchas en cuanto a los motores: gasolina, diésel, híbrido, eléctrico, GLP, GNC... desafortunadamente el hidrógeno, que quizás sea la verdadera opción del futuro, no está todavía a nuestra disposición.

Como lo del gas no acaba de satisfacer a casi nadie, las opciones se reducen a las tres o cuatro primeras y entre ellas el diésel tiene las de perder porque tras la metedura de pata de la ministra bocazas que soltó aquello de que esos vehículos tienen sus días contados, la gente huye del diésel como de la peste. En mi caso y en el de todos los que tienen un diésel, eso significa que no podemos esperar una valoración favorable de nuestro coche y por lo tanto no podemos contar con lo que nos den para pagar una parte significativa del nuevo.

A la hora de decidirnos por un eléctrico hay que tener en cuenta su elevado precio y falta de autonomía, por lo que no sirve como coche principal o único. Lo que son las cosas, según leo, la fabricación de las baterías y su desecho el día que le llegue la hora, contamina tanto como un diésel en toda su vida útil, pero la moda es la moda. Quedamos por tanto reducidos a dos opciones: gasolina o híbrido. El primero es la opción de toda la vida, la más probada y experimentada, pero en las grandes ciudades estos coches tienen sus días muy contados e incluso no nos valen para acceder al centro de estas ciudades en los días de alta contaminación, que cada día son más.   

Parece que los híbridos son la opción más conveniente, pero no hay que olvidar que son caros y que al disponer de dos mecánicas se pueden multiplicar los problemas y las averías y que el coche pesa más que uno similar con una sola motorización.

A esto nos ha conducido una política cegata que no ha previsto anticipadamente esta situación de la que quizás sea la primera industria exportadora del país (el turismo no es industria), mientras se mantienen en funcionamiento calderas de calefacción de carbón o gasóleo, vehículos pesados que literalmente gasean a los que les rodean y un transporte público no tan excelente como para disuadir del uso del vehículo propio. Para 2040 estará completamente prohibida la venta de vehículos privados de combustión interna, ¿se ha parado a pensar lo que eso significa? Pues que habría que sustituir los que hay a un ritmo de 750.000 vehículos anuales (cálculos oficiales); que para −digamos− 2025 (dentro de 6 años) nadie comprará un coche de combustión −¿qué menos que una posible vida de útil de 15 años? −; que las empresas generadoras y distribuidoras de electricidad nos tendrán en sus manos para todo y que, está claro, harán falta centrales nucleares para producir tanta energía como precisaremos, sin contar con que según nos dicen no hay litio para tanta batería y que la contaminación producida por las baterías desechadas nos matará de verdad al mismo tiempo que los residuos nucleares. Mientras, los optimistas están convencidos de que en cuatro o cinco años habrá baterías no contaminantes, de carga ultra-rápida y del tamaño de una caja de zapatos, que nos darán una autonomía de 2.000 km... Ya veremos, yo no me lo creo.

Entretanto, los «torpes» de los japoneses están promoviendo la compra de vehículos diésel como los menos contaminantes. Lo más gracioso es que eso es cierto para los diésel que ahora se fabrican, pero a nuestra ministra eso no le importa.