03 septiembre 2019

Técnicamente, ya no existo

Tiene cierta gracia que se mencione con frecuencia en los medios la obra de George Orwell «1984», la mayoría de las veces por personas que no la han leído y que piensan que ese es solo el nombre de un repugnante programa de televisión o algo de ese estilo.

Estamos en pleno 1984, pero como suele ocurrir cuando uno se encuentra en el interior de algo, son pocos los que se dan cuenta de esa situación y de que lo que hasta hace poco tiempo no era más que una pesimista previsión del futuro −distopía que dicen los modernos− está ya aquí, que caminamos ilusionados y satisfechos por lo peor de aquella previsión.

¿Cómo calificaría usted la ciega afición al uso de los móviles? Es muy probable que un avance tecnológico, un logro enorme en las comunicaciones, un sueño inimaginable, porque... siento llevarle la contraria −no mucho, porque no me tomará en serio− pero el móvil no es más que la plasmación de aquella fantasía literaria de 1984.

Al igual que muchas fantasías de Julio Verne se han ido haciendo realidad, aunque no necesariamente de la manera en que el escritor lo describía, el móvil representa el control absoluto del ser humano como nunca creímos posible. Un amigo de mi edad me decía hace ya algún tiempo que no podría vivir sin ese aparato y por descontado, eso no es más que la descripción del estado de la mayoría de los ex-humanos; no pueden vivir sin su smartphone, iPhone si uno ha hecho una disparatada inversión en el trasto.

Rezaban los niños en el pasado al irse a la cama eso de Con dios me acuesto/ con dios me levanto/ con la virgen María/ y el espíritu santo, pero ahora esos angelitos se acuestan y se levantan con ese smartphone que amorosamente sus padres han depositado en sus manos para que sean feliz (o algo así).

Aparentemente, la dependencia del móvil y el miedo a estar sin él es un problema al que incluso han dado nombre clínico −nomofobia−, pero no por nominarlo ha disminuido el daño que está produciendo en la humanidad, y digo humanidad porque según parece son casi la totalidad de los que poblamos el planeta los gravemente afectados por esta dolencia.

He pasado mi veraneo en la playa y había más personas mirando el móvil que personas aplicándose protector solar o bañándose. Caminan por las calles con la cabeza inclinada mirando el aparatito hasta el punto de que hay ciudades que están colocando semáforos en el pavimento; se deposita en la mesilla de noche al acostarse para mirarlo por la mañana apenas se abren los ojos, ¡se lleva hasta al retrete!, ¿cuántas veces ha tropezado o ha estado a punto de tropezar con un zombi que iba por la calle atento solo a su móvil, aislado del mundo?

Hoy he llamado al banco ING −donde tengo cuenta como muchos− porque no conseguía entrar desde el ordenador y me han dicho: a) que no funcionará hasta esa madrugada (¿cómo es posible tanta incompetencia?) y b) que utilice su magnífica app. Cuando le he contestado que no tenía instalada esa aplicación ni pensaba instalarla, me han contestado que ya veré cómo me apaño, porque desde dentro de unos pocos días será imprescindible tener la app para mantener la cuenta en el banco. Resignado, la he instalado y en ese proceso me ha preguntado si le permito conocer mi ubicación y entrar a mis archivos, fotos, etc. Poca vergüenza.

No es que yo sea pesimista, es que he comprendido que el auténtico titular de mis actividades no soy yo, sino ese aparatito que tantos días dejo sin encender porque no me interesa lo más mínimo. Yo soy tan solo el que figura como su propietario y paga la cuota; exclusivamente un financiador y cabeza de turco.