21 agosto 2020

Jóvenes actores españoles

Suelo ver más bien pocas series de televisión y casi siempre cuando ya se han exhibido en su totalidad y tengo constancia de que son algo más que una idea estirada hasta el infinito, caso de La casa de papel. Acabo de ver las dos temporadas de una serie que recomiendo a quienes no sufran gerontofobia, llamada El método Kominsky.

En mi opinión, se trata de una historia encantadora que me ha hecho reír y sonreír bastantes veces, algo casi olvidado teniendo en cuenta el repertorio del que habitualmente se dispone. Lamentablemente, solo hay dos temporadas de 8 episodios cada una y cada episodio viene a durar unos veinticinco minutos, por lo tanto apenas 400 minutos en total, aproximadamente lo mismo que tres largometrajes. Lamentable digo, aunque en esa limitación autoimpuesta radica también parte de su delicadeza y encanto. Para evitar desengaños, ya aviso de que no salen dragones.

El protagonista principal es el popular Michael Douglas y el segundo es otro menos conocido pero ni mucho menos desconocido, Alan Arkin. No se me ocurre contar de qué va la serie, pero sí voy a mencionar que en la serie Douglas se gana la vida en una escuela de interpretación propia −en la que se practica el método Kominsky− donde él es el único trabajador y que tiene una hija de aspecto poco atractivo. Por increíble que le parezca a los jóvenes actores españoles, en la serie hay quienes van a esa escuela a tomar clases de interpretación ¡pagando por ello!

Ahí es donde viene la relación de lo que estoy contando con el título de la entrada: parece que muchos españoles están convencidos −no me incluyo− de que por una extraña y bendita característica genética, todos nacen con capacidades sobradas para ser actores. De ahí que cueste soportar una película española actual donde suele ser hasta difícil entender lo que hablan, como si se tratara de indígenas amazónicos o miembros de un call center de alguna empresa española, pero situado en un lugar exótico de Hispanoamérica. Seguramente consideran unos torpes a todos esos actores que en el extranjero, antes de iniciar sus carreras profesionales, han asistido a escuelas de interpretación, pobres incapaces. 

No sé si existe algún actor español de las actuales generaciones que haya tomado seriamente clases de ese tipo y en especial de dicción, algo que en su totalidad ignoran y de ahí esa dificultad para entenderlos cuando actúan y nos cuesta comprender de qué van, quizás con la excepción de otros jóvenes espectadores que hablen como ellos. Un ejemplo perfecto es la serie que ya mencioné La casa de papel en la que sobre todo los más noveles deberían ser subtitulados para que los demás pudiéramos comprender lo que están diciendo.

En España parece que para ser actor basta con ser joven y tener un aspecto atractivo o, al menos, ser hijo o nieto de algún famoso. En el caso de las féminas basta con un rostro fotogénico, porque ya saben lo fácil que es colocarse prótesis que aumenten sus encantos, sobre todo los mamarios. Puro feminismo, por cierto. No quiero ni pensar lo que sucedería si aquí se hiciera una investigación del tipo a que han sometido a Harvey Weinstein en los EE.UU.

Días pasados, TVE ha tenido la buena ocurrencia de reponer la obra «Doce hombres sin piedad», tanto en su versión cinematográfica como la teatral llevada a cabo por esa cadena en 1973 dentro del espacio Estudio 1, un espacio desgraciadamente desaparecido perteneciente a la época del monopolio y blanco y negro, con más de una sorpresa agradable. He leído algunas críticas sobre esa versión teatral y todas coinciden en llamar la atención sobre su calidad y la muy superior dicción de los actores de aquella época, nada que ver con el confuso farfulleo actual.

Soy de los que evitan asistir a una película o serie española, no por esnobismo, sino porque hemos pasado de aquellas voces a veces impostadas en exceso a las actuales que suelen ignorar la lengua castellana y su pronunciación. Normal, teniendo en cuenta que la mayoría de los españoles actualmente no saben hablar ni escribir español.

03 agosto 2020

Los progres

La mayoría de quienes habitan este país están convencidos de que la población se divide entre españoles de izquierdas y españoles de derechas, que son los que tienen la obligación de agredirse mutuamente como si de una maldición existente desde Fernando VII se tratase. A los de izquierdas suman como si de una excrecencia se tratase a los que llaman «progres», convencidos que no son más que una manifestación degradada o folclórica de los rojos de siempre, pero rojos al fin.

Error. Para empezar, no debe confundirse a los «progres» con los «progresistas». Aunque aquella palabra parezca tan solo un apócope de esta última, yo aseguraría que no tienen nada que ver la una con la otra, como no lo tiene la palabra «narco» con «narcolepsia», es solo que la mente simplificadora de la mayoría asocia una con la otra.

No soy un definidor profesional, así que me atengo en cuanto a progresista a lo que dice la RAE: adj. Dicho de una persona o de una colectividad: De ideas y actitudes avanzadas. Es decir, lo contrario a aquellos que insistían continuamente en la venida de Fernando VII, hasta el punto de conseguir apodarle «el Deseado», algo que produce risa teniendo en cuenta que fue el mayor golfo entre todos los reyes españoles, lo que ya es para causar sensación.

Si usted busca la palabra «progre» en el diccionario de la RAE encontrará que lo despachan diciendo que equivale a progresista, así de sencillo. No dudo de que inicialmente fuese así, pero con el tiempo la realidad ha ido diferenciando entre una y otra cosa. El progre suele ser alguien que, ahora que la religión es algo decadente y fuera totalmente de la realidad social, precisa de algún sustento inmaterial sobre el que construir su esencia y se aferra a lo que yo llamaría la espumilla folclórica de la verdadera izquierda. Estos progres suelen ser postulantes o abanderados de las posiciones más extremistas y alborotadoras.

Un progre suele tener una creencia fundamental sobre un solo asunto, sin cuerpo doctrinal, y todo lo demás se supedita a su propósito principal. Suelen ser progres los que practican un feminismo radical, los partidarios de la inmigración no selectiva, los defensores del movimiento LGTB, los veganos proselitistas, los activistas antidesahucios, etc. Un ejemplo típico es la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Ha brujuleado por la vida sin decantarse por una actividad hasta que entendió que más que una actividad era más rentable hacerse activista: estuvo un tiempo trabajando como secundaria en series de televisión, se integró en el movimiento okupa,  acaudilló el movimiento PAH antidesahucios en Barcelona y desde ahí el de España, hasta que consiguió crear su minipartido y ha encontrado su nicho perfecto en esa alcaldía; no tiene muy claro cuál es su actitud política ni sexual y recurre a la artimaña de definirse finalmente como bisexual, algo parecido a tener un comodín en el juego de cartas.

Son progres muchos de los integrantes de ese partido llamado Podemos y cumplen bastantes de los requisitos para ser definidos como tales. Sin demasiados medios económicos, buena parte sin formación profesional o universitaria, hasta el punto de que no trabajan o tienen trabajos precarios de los que tristemente ahora abundan; son fundamentalmente iletrados aunque posean titulaciones. Son temerarios −no sé si valientes− y se enfrentan a los policías sin pestañear. Calificaban de «casta» a todo el estamento político y económico cuando el partido fue creado. Suelen tener facilidad de palabra, de esa palabra que consiste en hablar mucho y no decir nada. En la actualidad, sus dirigentes han caído en todas las tentaciones pequeño-burguesas que previamente aseguraban que les producían espanto. Sin embargo, eso no les ha hecho cambiar de aspecto y siguen pareciendo gente enemiga del peine, agua y jabón y devotos de los tatuajes y piercing.

Para la derecha, si alguien quiere investigar al emérito es un asunto de los progres. Si alguien tira una estatua de Colón −o asegura que le gustaría derribarla− es de progres. Si hay una manifestación feminista cuando la situación aconseja quedarse en casa, es de progres. Y ya saben, como si de un hijo tonto se tratara, el PSOE (formado por personas y por demasiados progres) carga con las culpas que corresponden a otros. Me permito recomendar la lectura de otra entrada titulada «Tres cosas hay en la vida» que figura a la derecha de este blog como una de las más leídas.

Muy sabiamente decía mi madre que todo se pega menos la belleza y por desgracia esa inevitable y desagradable alianza de gobierno entre PSOE y Podemos ha producido contagios −recuerden, nunca un sano contagia a un enfermo− y hasta hay ministras claramente progres como Carmen Calvo o María Jesús Montero, la bien hablá. Más que ministras, desgracias.

Progre era Berta Thunberg, ¿alguien se acuerda de ella?