15 julio 2022

Sobre los hijos

Alguna vez me he preguntado si cuando yo era niño o adolescente me planteé lo que sería tener un hijo. Creo que nunca lo pensé y si lo hice consideré que los hijos serían una prolongación de mí mismo y por lo tanto semejantes a mí. No me planteaba que pudieran dar más problemas que un tren eléctrico de juguete o un jilguero; asunto solucionado.

He preguntado a otros y, curiosamente, nadie me sabe dar una respuesta que sea diferente a lo que digo de mí, lo que me lleva a pensar que cuando se es hijo-hijo uno no se plantea seriamente cómo será tener un hijo. Ya advierto, aunque me parece superfluo, que cuando digo "hijo" me refiero a hijo o hija, aunque le pese a Irene Montero o cualquier otro ejemplar de la misma bandería.

Cuando nació mi primer hijo, que resultó ser hija, yo, que no había ido a ninguna escuela de padres y había perdido al mío a los siete años, lo primero que pensé era que por qué las mujeres no podían dar a luz cosas mucho más útiles, como podía ser un equipo de música, entonces muy de moda. Consecuentemente y como mi esposa se fue aquellos primeros días a casa de sus padres, un lugar que no me entusiasmaba, estuve algunos días sin ver a mi hija recién estrenada hasta que se reintegró al hogar. Ahora no puedo entender mi actitud de entonces, pero era lo que había. Compartir tiempo con mi esposa e hija como si fuera de visita a casa de extraños no acababa de convencerme. Ahora no haría lo mismo, pero entiendo lo que hice.

Pronto comencé a conocer las grandes ventajas de la paternidad. Mi esposa amamantaba a la cría y resultaba que esta desconocía las más básicas reglas de comportamiento civilizado, así que durante la noche tenía que levantarse para dar el pecho y supongo −ya no me acuerdo− que a esas horas le tocaría también todo eso de cambiar pañales, limpiar lo espantoso (¿conocen eso del meconio?), etc. etc. Yo compré una de esas pequeñas y débiles lámpara que colocadas en un enchufe dan una luz tenue pero suficiente como para no matarse si se levantaba a medianoche. Esa fue mi aportación a la tarea nocturna, aunque no está de más recordar que yo me levantaba a las siete para ir a trabajar, mientras que ella tenía su permiso de maternidad.

Yo, deseoso de que mis hijas (tuve otra que nació exactamente tres años más tarde) tuvieran una formación cultural adecuada, llegué a grabar cassettes con una mezcla de  jazz, flamenco, pop, ópera y música clásica, todo lo que se me ocurría. Quería que nada les fuera extraño y que amaran a la música como yo la amaba, aunque al cabo de los años descubrí que no les gustaba el jazz, ni la clásica, ni el flamenco, ni nada, salvo las canciones de los payasos de la tele y más tarde lo que escuchaban con sus amigas, que son las que de verdad educan a las hijas (no sé si los amigos en el caso de chicos). También intenté inculcarles afición a la lectura y prefiero no hablar del éxito de mi empeño.

No descubro nada a los que ya son padres si añado que nunca imaginé que tener un hijo fuera tan caro: estaban los pañales y unas latas de polvos o papillas que a tenor de su precio debían llevar un porcentaje de oro en polvo, aunque no lo reflejaran en la etiqueta de la composición.

Luego llega esa época, cuando ya saben andar, en que uno se los comería aunque como decía el chascarrillo, llegará un momento en que se arrepentirá de no habérselo comido. Es la etapa en que se disfruta del hijo si bien ignorando lo caro que va a pagar este periodo de disfrute. Le siguen unos años en que siguen siendo encantadores aunque ya empiezan a pensar y plantean más de un problema.

Tranquilos: llega la adolescencia y aquí empiezan los horrores. Las hormonas comienzan a hacer de las suyas, se inicia el periodo de rebelión que ya continuará durante años porque la naturaleza les imbuye la idea de que hay que odiar a la madre y, sobre todo, al padre; así que guerra. Para mí fue un espanto: por ejemplo, trataba de limitar el uso excesivamente prolongado del teléfono (entonces el móvil no estaba o estaba en pañales) y a cambio recibía enfrentamientos y rechazos. Había oído que la publicidad de la televisión hacía daño y por eso yo anulaba el sonido en esas pausas. Mi hija mayor llegó a amenazarme por eso y se chivó a su familia materna de mi crueldad. Ni recuerdan, por ejemplo, cuando las llevaba en coche a primera hora de la mañana a El Corte Inglés −y quedaba cerca en doble fila− a esperar que abrieran para que pudieran comprar el CD de sus ídolos −que pagaba yo, claro−, que salía a la venta ese día. 

Hablando en plata: resulta que no fui considerado un buen padre. Lo que le siguió mejor dejarlo para otra ocasión o, mejor, no lo contaré porque no es una historia agradable. Solo quiero añadir una cosa: ojo con la familia política.