28 octubre 2018

O blanco, o negro

No es ningún secreto que los españoles somos gente muy amiga de la rotundidad, enemigos de las medias tintas, y por lo tanto adversarios declarados del consenso o la negociación. Para la mayoría, la vida es algo muy parecido al comportamiento de los fanáticos partidarios de los equipos punteros de fútbol: este es mi equipo y a todo lo demás, ni aire.

El otro día me decía una amiga originaria de Irlanda del Norte que ella había observado que aquí Woody Allen no dejaba a casi nadie indiferente, unos lo aman y otros lo odian. Poco futuro tenemos los que como yo vemos como de gran calidad una parte de su producción −especialmente la realizada hasta hace años− y excesivamente alimenticia la mayoría de esas películas producidas desde el engendro dedicado a Barcelona, como también esa serie para la televisión de la que he sido incapaz de ver más de dos capítulos.

Me temo que es de alcance mundial el fanatismo con que se ha abordado el asunto refugiado bajo el #MeToo¿de verdad que todos los españoles saben lo que significa esa expresión en inglés?− con el que de repente se pretende que nadie mire con ojos golosos a ninguna fémina, pese a que muchas siguen mostrando con generosidad amplias parcelas de su piel −con cierta turgencia debajo−. Seguramente, ese exhibicionismo está dirigido a un público escogido (por ellas), y siempre queda la posibilidad de, al cabo de 30 años, denunciar a alguien que les tocó el culo, olvidando que fueron ellas las que lo pusieron en bandeja para conseguir un trabajo o lo que fuera que desearan.

Ha habido durante varios días un debate −estéril por supuesto− en la prensa acerca de una canción de Mecano que iba a versionarse en no sé qué concurso de TV. El grandísimo problema es que la letra contenía la palabra «mariconez» y la concursante, muy atenta a los aspavientos que puedan favorecerla, se ha negado a incluir ese vocablo tan homófobo (así lo dice) al cantar. No importa que en su día el grupo Mecano mostraran repetidamente en sus canciones su apoyo a la causa homosexual, que incluso fueran criticados por ello. Ahora no se permite ni un desliz y si una letra de alguna de sus canciones incluye algo tan terrible, tiene que ser porque son terriblemente homófobos.

No soy militante de ningún partido ni he entregado mi corazón −político− a ninguno de ellos, aunque por supuesto los hay que cuentan con mis simpatías y otros que reciben mi más sincero rechazo. Me ha ocurrido varias veces que cuando en una reunión de amigos declaro que tal acción o tal idea de un partido opuesto a mis ideales me parece acertada, inmediatamente he sido calificado por los presentes como desorientado o fingidamente cercano al partido con el que digo simpatizar. No hay salvación: uno tiene que declarar que acepta todo lo que los dirigentes de un partido declaren −si es que se quiere que los amigos admitan que uno no es un traidor−, al tiempo que se pronuncia radicalmente en contra de todo lo que se dice en partidos opuestos, porque ya se sabe: el que se equivoca, estará siempre errado; por el contrario, si de verdad somos cercanos a un partido, hay que estar siempre apoyando lo que hace y dice, sea lo que sea.  

Esa actitud produce contradicciones llamativas, llamativas al menos para los que pretendemos no ser fanáticos en nada. A diario podemos leer el calificativo de okupa referido al actual presidente de gobierno, olvidando lo que esa palabra significa y olvidando −o probablemente desconociendo− el contenido de la actual Constitución española y, concretamente, su artículo 113. Curiosamente, de ese calificativo y de esos olvidos son autores y protagonistas los que se declaran a diario constitucionalistas. Los de siempre.