06 agosto 2021

Hiroshima y Nagasaki

Tres colegas repartiéndose el mundo
Casi no hay ocasión en que al mencionar en los medios aquello de las bombas atómicas sobre Japón, no se añada como inevitable coletilla eso de que "sirvieron para ahorrar muchísimas vidas"; y se quedan tan anchos, pese a los numerosos historiadores que no han admitido esa coartada.

El presidente Harry S. Truman debería haber pasado a la historia como un digno contrincante de Hitler, al menos en lo que se refiere al desprecio a la vida humana, pero no, Truman es tenido por muchos como un presidente extraordinario −por supuesto que para los norteamericanos puede que lo fuera− cuya preocupación por las vidas ajenas corre pareja con su enorme religiosidad. A más religiosidad, menos importancia asignada a la vida de los demás. Ningún país de los que actualmente posee esa arma se ha atrevido a repetir la proeza; ni siquiera Israel, aunque debe darle vueltas a la idea cada poco tiempo: sería el genocidio perfecto y nadie en occidente se atrevería siquiera a levantar las cejas.

También Truman era racista. Ni un solo momento se planteó tirar la bomba en Alemania, porque ese país estaba habitado por hombres blancos de los que muchos americanos descendían, mientras que los japoneses eran "amarillos" que no merecían ninguna consideración. La raza era importante −la «etnia» se dice ahora− y por eso durante la guerra fueron internados en campos de concentración todos los habitantes de EE.UU. que tuvieran rasgos japoneses, por muy americanos que se autoconsiderasen y fueran realmente. Un buen norteamericano no podía tener aspecto oriental.

La 2ª Guerra Mundial aparte de servir como tema para numerosísimas películas, fue en sí misma una película sangrienta, en la que lo que nos contaban era de todo menos verdad. Para empezar, no se dice que quien ganó realmente la guerra en Europa fue la URSS y que toda esa comedia de que la ganaron EE.UU., Inglaterra y Francia es más un deseo propagandista que una realidad. Cierto que Stalin era un asesino a la misma altura que Hitler, pero eso no justifica ninguna mentira. Por eso se tuvo que admitir que la URSS ocupara media Europa e incluso la capital −Berlín− del país que había sido el mayor responsable de la tragedia.

También es cierto que los bombardeos de Dresde y Hamburgo causaron más o menos el mismo número de muertos, pero el impacto en la opinión pública es muy diferente. Todo el mundo recuerda Hiroshima y Nagasaki y apenas nadie el ensañamiento con esas ciudades alemanas.

El caso es que el 6 de agosto de 1945 se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima «para acabar la guerra y ahorrar vidas» y tres días más tarde, el día 9, otra bomba sobre Nagasaki; esta vez ¿por qué? No está muy claro cuál decían que era el propósito declarado de esta segunda, pero está diáfano que se deseaba remachar el efecto de la anterior y dejar claro que podrían seguir en ese plan si no conseguían lo propuesto: el fin de la guerra y de la potencia industrial japonesa y asustar a la URSS. Se sabía sobradamente que se produciría la rendición de Japón no solo por el efecto de las bombas, sino porque el día 14 la Unión Soviética invadió Manchuria, donde Japón tenía buena parte de su ejército ocupando el país. Finalmente la rendición se produjo el 15 de agosto, tres meses después de la de Alemania.

Son muchas las personas que se preguntan que si lo que se pretendía era asustar a los japoneses, ¿por qué no se arrojó, por ejemplo, en la bahía de Tokio con lo que todo el mundo se habría quedado impresionado y seguramente aterrorizado? Incluso si tras eso Japón no se rendía, había la posibilidad de arrojar la otra bomba en otro lugar. Todo es tan falso como la fingida pena y dolor de Robert Oppenheimer y su equipo, autores de la bomba, tras la destrucción de las dos ciudades japonesas, dicen ¿cómo iban a imaginar que se emplearía de esa manera? Pura hipocresía.

La rendición tuvo lugar el día 15 del mismo mes y con eso se conseguía la mitad de los objetivos: se acabó la guerra aunque no se acabó con la capacidad industrial japonesa. Creo recordar que en los años 60 todavía salían en la prensa los efectos de las bombas atómicas sobre los supervivientes, civiles llenos de heridas y llagas que agonizaban durante años en medio de terribles sufrimientos.

Imaginemos por un momento que los alemanes hubieran llegado a tener la bomba −estuvieron a punto de ello− y que la arrojaran digamos sobre Edimburgo,  ¿puede alguien dudar que se habría definido entonces el lanzamiento de bombas atómicas sobre ciudades como un crimen de guerra, y que se habría sentenciado a los alemanes culpables de este crimen a la pena de muerte en Nuremberg? Sin embargo Truman y su colega Churchill siguieron durmiendo como si nada. Ya se sabe que el que gana establece las reglas.