31 octubre 2017

Consultas médicas

Detesto ir al médico. Puede que a otros muchos le suceda algo parecido, pero normalmente será tan solo parecido, puesto que yo debería decir que más que detestar lo odio, y sólo esa tradición no siempre efectiva de acudir al médico y mi edad, lamentablemente provecta, me empuja a cumplir con esa tradición.

Ayer, sin ir más lejos, acudía a la consulta de un doctor sencillamente porque él me había señalado que debería volver por estas fechas para revisión y yo, disciplinado por encima de todo, allí estaba a la hora prevista. Prevista por mí que no por él, puesto que me recibió casi puntualmente una hora más tarde de la asignada en la cita, que esa es otra cuestión que parece que los médicos no alcanzan a entender: cuando ellos se retrasan una hora, hacen perder a otros tantas horas como pacientes están esperando.

Hay muchas razones para no gustarme mucho eso de acudir a consulta: la principal quizás sea que no me entusiasma en exceso la ingesta de medicamentos y la tentación de no hacer caso a lo prescrito y seguir como si nada es muy grande. También me molesta ese compadreo, normalmente iniciado por el doctor de turno, tuteando a sus pacientes, como si todos fuéramos gente menor en importancia y rango o, quizás, amigos de la infancia. Trato de compensarlo por mi parte pasando también al tuteo aunque eso no me consuele del abuso de confianza por su parte, puesto que el tuteo no ha sido consensuado.

Pero lo más gordo, lo que hace a una sala de espera realmente odiosa, son los demás −ya saben, el infierno del amigo Sartre−. La consulta de ayer estaba situada en una clínica del barrio de Salamanca en Madrid y, aunque no fuera más que por dar ambiente, se supone que la gente guardaría cierta compostura. Ni hablar.

La pérdida de calidad en la atención prestada en la Seguridad Social acarrea de inmediato el mismo efecto en la sanidad privada, puesto que son muchos los que huyen de aquella por ese absurdo capricho de que una resonancia, por ejemplo, no tarde tres meses en ser hecha.

El mostrador en el que se recogen nuestros datos al llegar a la consulta estaba atendido por una sola señorita. Como la afluencia era numerosa, pueden imaginar que la cola de unas ocho personas y más de veinte minutos de espera, era inevitable. Hay que ahorrar personal.

Entre mis compañeros de espera había de todo, tirando a malo. Mi vecina de asiento estuvo hablando por el móvil, jacarandosa ella, unos cincuenta minutos hasta que tuvo la fortuna de ser llamada por su médico. A continuación de ella estaban sentadas dos féminas que como ya se tenían la una a la otra para hablar, lo complementaban poniendo en el móvil a todo volumen vídeos de unos niños graciosísimos y gritones, cuyos gritos competían en volumen con los de un infante cercano de carne y hueso. Pasaron varias auxiliares de enfermería sin dirigirles ni una palabra de reproche. Total, era sólo ruido, y eso a un español de pura cepa no le molesta.

Enfrente de mí, una abuela más bien joven trataba de entretener a su simpático nieto de unos 3-4 años, provocando en el angelito esos gritos penetrantes que a la gente parece no molestar −incluso a veces muestran una sonrisa de complicidad−, pero que a mí me producen palpitaciones. Por supuesto, tanto escándalo me impedía la lectura del libro que me había llevado para aliviar la espera, pero ya se sabe, eso de leer es costumbre de gente inadaptada y amargada. 

¿Dónde quedó aquello de SILENCIO que se pedía desde las paredes en todas las consultas médicas? Cada día me fastidia más estar entre mis semejantes.

01 octubre 2017

Dunkerke y el burro flautista

No le den vueltas, los anglosajones son infinitamente más listos que nosotros, al menos a la hora de valorarse ellos mismos o ser valorados por algunos otros. Ya escribí una entrada no hace demasiado tratando de la leyenda negra y cómo hacemos frente ellos y nosotros al hecho incontrovertible de que en Iberoamérica una mayoría de la población, entre el 70 y el 80%, es india o mestiza frente a EE.UU. y Canadá, donde los nativos o mestizos no llegan al 1,5%.

Aquí hablamos todavía −poco− del «desastre de Annual» y casi menos del «desembarco de Alhucemas» donde supuestamente nos quitamos la espina de lo primero. Todavía hablamos de la Armada Invencible, empeñados en cachondearnos de nosotros mismos llamando invencible a lo que fue una derrota en toda regla, bien que los ingleses fueran asistidos por dios y la naturaleza, ¡ellos, que eran herejes y nosotros un modelo cristiano que debería dejar a dios entusiasmado!

Viene todo esto a cuento de que hace un par de días he visto la película «Dunkerke», que como pueden imaginar narra el desastre de la retirada de franceses e ingleses en 1940, durante la 2ª G.M. Aparte de la calidad de la película, me produce una envidia rabiosa ver cómo un episodio que siempre se ha contado como una vergüenza de mala organización que costó la vida a decenas de miles entre soldados y civiles, (no he podido conseguir una cifra aproximada, supongo que ni ellos lo saben), en los relatos se habla mucho de los soldados que consiguieron evacuar a Gran Bretaña, pero no parece haber mucha preocupación por las bajas. El triunfo aparente de la retirada a Inglaterra fue en buena parte debido a la indecisión de Hitler y sus generales que no supieron aprovechar aquella oportunidad servida en bandeja.

Como servido en bandeja fue el material que quedó abandonado por los aliados; una cantidad de cañones, tanques, vehículos de transporte, armas ligeras, etc. como para abastecer a varias divisiones, mucho más de lo que tenía Inglaterra en su propio territorio en aquel momento, según he podido leer.

El asunto es que la conclusión que se saca de la película, narrada desde tres escenarios, es que los ingleses son una maravilla (los franceses no, ya se sabe), los patriotas que condujeron sus pequeños barcos, yates o pesqueros, un ejemplo para todo el planeta y la operación en su conjunto una gran victoria para los aliados. Y lo fue, mirando el lado bueno, si tenemos en cuenta el desastre absoluto que podría haber sido. Según la película, un episodio que merecería ser llamado épico y que ningún otro pueblo, además del inglés, podría llevar a cabo. En realidad un milagro o, mejor, otro golpe inigualable de pura suerte como el de la Armada Invencible.

Parece que los ingleses, exceptuando las batallas de Cartagena de Indias −ya saben, lo de Blas de Lezo− y Galípoli (Dardanelos) han tenido siempre una suerte que solamente el verdadero dios ha podido proporcionarles, algo que cuando menos resulta desconcertante considerando lo malvado que fue Enrique VIII. Incluso en la 2ª Guerra Mundial consiguieron que los rusos les sacaran las castañas del fuego y así presumir codo con codo con los norteamericanos de que eran ellos los que habían ganado la guerra.

Dios salve a la reina (pero no demasiado tiempo, que ya está bien...).