Es
habitual y estamos acostumbrados a que cualquier español muestre
desprecio por los andaluces y su supuesta categoría intelectual. Ya se
sabe, son gente muy divertida para tomarse unos vinos, pero es inútil
plantearse una conversación algo profunda con ellos porque sería perder
el tiempo.
Esas muestras de desprecio suelen darse en conversaciones privadas, porque para el hipócrita buenismo
actual todo el mundo es magnífico, pero no se crean, hay personajes muy
populares como Jordi Pujol −sólo dejó de ser popular cuando se
descubrió que él y su familia eran peores que la Cosa Nostra− que se
despachó a gusto en un libro de su autoría donde se refería a los
andaluces como seres infrahumanos o incluso el más templado Gonzalo
Torrente Ballester que hace ya años, en una entrevista en El País
Semanal, afirmaba sin ruborizarse que Felipe González no podía ser
inteligente porque era andaluz. Eso lo decía un gallego de pura cepa.
No
hubo muchas protestas en ninguno de los dos casos ni en otros muchos
que se produjeron y producen ante la indiferencia de toda la nación, la
realidad es que los andaluces son valorados casi a la par de los
murcianos, estos últimos un poco por debajo porque no son precisamente
conocidos por su gracia. Claro que los eternos dolidos ya se sabe que
son los catalanes.
Leí
hace 35 años «Memorias de Adriano», de Marguerite Yourcenar, un libro
que en aquellas fechas estaba en pleno éxito −entre los lectores, claro−
y como tengo mala memoria, de esa lectura sólo me quedó el buen sabor
de un lenguaje delicioso gracias a la autora y por supuesto al
traductor, nada menos que Julio Cortázar. Se me ocurrió hacer
recientemente una relectura de la obra y me alegro, porque gracias a mi
mala memoria lo he disfrutado como la primera vez. Incluso me ha llamado
la atención la extensa bibliografía que la autora incluye al final de
la obra; más que extensa, abrumadora.
Como
casi todo el mundo sabe, Adriano nació en Itálica, casi un barrio
de lo que hoy es Sevilla, al igual que el anterior emperador Trajano, y
ambos disfrutan de calles a sus nombres en el centro de esa ciudad. Los
sevillanos que saben de este origen se enorgullecen de ello y hacen
bien, no quiero ni pensar lo que tendríamos que soportar si hubieran
nacido en Tarraco u otra ciudad de aquel imperio del noreste de la península con civilización más
que milenaria.
Claro
que si usted pregunta a un sevillano por el arquitecto autor de la famosa plaza de
España, o la plaza de América, o tantos y tantos edificios −buena parte
ya derribados− una mayoría de los sevillanos no sabrá decirle ni su
nombre, pese a tratarse del más famoso arquitecto regionalista andaluz.
Ahora
bien, aquel enorgullecimiento es de corto recorrido y parece que no hay
ningún andaluz −ni ningún español, dicho sea de paso− que con la
erudición suficiente, se haya ocupado de hacer estudios sobre esos
emperadores o escribir libros sobre ellos, porque de los cientos de
obras que Marguerite Yourcenar cita en su bibliografía ni una sola está en español,
todas han sido escritas en alemán, francés, inglés, italiano o lenguas
clásicas, ¿cómo es posible? Me parece muy expresivo este detalle y hace
pensar que quizás esa superficialidad que se les atribuye a los
andaluces sea en buena parte bastante merecida, porque ya es chocante
que la autora no haya encontrado un solo texto en español que le
aportara algo sobre el personaje. Poner un nombre a una calle lo hace
hasta Ana Botella, escribir con conocimiento sobre una materia es otra
cosa.