27 marzo 2017

¿Quo vadis ad primarias?

Se acercan las primarias del PSOE en mayo próximo, de donde saldrá elegido el nuevo secretario general que sustituya a esa ilegal gestora que para mayor congoja está durando demasiado. Este es un acontecimiento que preocupa a unos, deja indiferentes a otros y afectará a todos, porque la importancia de ese partido en España sobrepasa la mayor o menor simpatía que pueda despertar en cada uno. Son tres los candidatos que van a optar, con desiguales apoyos y posibilidades.

En primer lugar tenemos a la esperanza blanca del llamado aparato del partido, Susana Díaz: una mujer de la que suelen decir que es una ganadora nata, pero que casualmente en las últimas elecciones andaluzas apenas si consiguió los votos precisos (del 39,5% de Griñán en 2012 al 35,4% de Díaz en 2015) y el puesto que ocupa lo consiguió más o menos como en su día llegó Ana Botella a la alcaldía de Madrid: de carambola.

Fue, si no la principal promotora del golpe que se dio en Ferraz el 1 de octubre de 2016, sí el estandarte de esa acción que recuerda inevitablemente a aquel coronel Casado de 1939. Y también la jefa de aquel esperpento llamado Verónica no-sé-qué que se desgañitaba gritando en Ferraz que era ella la que mandaba. Fue Susana Díaz la que soltó aquella perla de «No somos ni buenos ni malos, ni de izquierdas ni de derechas» y probablemente lo dijo convencida de lo admirable de su afirmación, porque esta señora representa lo peor de su tierra: la ignorancia más absoluta e irredenta, mezclada con una prepotencia, autosuficiencia y garrulería desagradable. Por suerte −para los otros−, cuenta con el apoyo de todos los que el partido debería arrojar a la cuneta.

En segundo lugar, tenemos a un candidato −Patxi López− al que me confieso absolutamente incapaz de valorar pues es persona de pocas palabras y escasos hechos. Sólo conozco de él su desempeño como lendakari y como presidente temporal del Congreso de Diputados. Ninguna de las dos cosas las hizo mal ni señaladamente bien, así que es una incógnita. Tengo que confesar que no me desagrada como candidato, aunque no es difícil verlo como perdedor en la elección a secretario general.

Tenemos por último a un candidato del que se ignora casi todo excepto sus palabras, que han variado en algunos asuntos pero manteniendo aquella postura sobre el no es no, que supo sostener contra viento y marea −era lo que le había encargado el comité federal− a pesar de que se veía venir el golpe con el que se le apeó de su puesto de secretario general, llevado a cabo por lo peorcito del PSOE, aquellos que lo han llevado al estado de postración en que se encuentra, sin cabeza visible y dirigido por el presidente de la gestora, un hombre mediocre de mediocres ideas y mediocre actitud, ese hombre que dice que el PSOE se ha podemizado por recurrir al voto de los militantes, algo que ya se hacía hasta el final de la Segunda República, aunque él parece ignorarlo o querer ignorarlo. Y conste que pienso que la militancia no debe decidirlo todo.

Hasta donde yo sé, Pedro Sánchez es el único candidato que ha editado un programa −«Somos socialistas», aunque inevitablemente muy de generalidades− que muchos suscribirían casi en el cien por cien. No me imagino a Susana Díaz haciendo algo parecido, ella es más de adhesiones incondicionales, cariño y charlatanería.

Pedro Sánchez destaca para mí porque parece hombre enérgico y valiente y después de lo que se ha ido viviendo en su partido tanto tiempo parece algo recomendable. Pero −siempre hay un pero− inquieta su giro en al menos parte de lo que eran sus posiciones: en sus declaraciones nos sale ahora con aquella falacia de que España es una nación de naciones, un absurdo en el siglo XXI y algo que podrían afirmar con igual o más motivos Italia, Francia, Alemania, Reino Unido y otros, incluida aquella Yugoslavia que ya puso en práctica esa idea y pagó esa práctica con el fin del progreso en que estaba empeñada, con buenos resultados hasta aquel momento. El patriotismo de aldea no es ninguna novedad en Europa.

La otra idea que me resulta inaceptable es la de la alianza con Podemos; es válida una alianza postelectoral, pero antes hay que mantenerse a distancia de ellos. Este partido que tanto ilusionó en sus comienzos ha resultado para mí frustrante y dogmático, tiene todos los vicios que poseen los partidos que llevan tiempo establecidos y carece de la práctica de gobierno y preparación que otros sí tienen. Abundan los coleguis, los bandarras y los nepotistas y son muy aficionados a los «lemas de temporada» como aquel de la casta. Sobra mucha morralla, entre otros ese líder tan creído de sí mismo y ese Rasputín bajito conocido como J.C. Monedero.

Lamentablemente no será candidato alguien que parecía lleno de la sensatez y el equilibrio que el PSOE precisa para su resurgir: hablo de José Antonio Pérez Tapias, que parece poco amigo de las componendas precisas para medrar en un partido y hombre de escasos apoyos dentro y fuera del aparato, quizás precisamente por esos motivos.

Falta hace alguien que finalmente levante el partido a tiempo para las elecciones que pueden echársenos encima apenas Rajoy vea que le conviene, aunque lamentablemente ya se ha perdido a los jóvenes, en parte porque el PSOE carece actualmente de la capacidad de inyectar ilusión y porque la juventud actual, dada a las modas, lo considera un partido de viejos que no le va nada a su moderno estilo de vida. Si su líder no usa pañuelo palestino es un reaccionario que no les parece interesante.

18 marzo 2017

Hágase influencer

Los de mi generación, cuando éramos niños, solíamos ambicionar ser de mayores policías, soldados del 7º de caballería, indio, bombero o cualquier otra actividad que supusiese heroicidad o al menos asombro y admiración de los demás. Me imagino que otros preferían ser ladrones y por eso de mayores se hicieron incondicionales de ese partido tan popular. Ya en la adolescencia, renunciábamos a esas profesiones para abrazar otras que equivocadamente suponíamos también heroicas, pero mejor remuneradas que la de indio o la de policía, por ejemplo.

Lo cierto es que cuando llegó la hora de la verdad, nos agarramos a lo que veíamos que podía proporcionarnos el sustento y algo más y así se daban incongruencias casi cómicas entre lo estudiado por muchos y el campo en que más tarde encontraban un puesto de trabajo con una remuneración aceptable. Por ejemplo, sé de un ingeniero aeronáutico que ocupa un puesto directivo en Mercadona y de un ingeniero agrónomo que vendía ordenadores.

Quizás sea porque soy cobarde o muy conservador, siempre me ha horrorizado la posibilidad de trabajar en algo que suponga no ya lo inevitable de levantarse temprano cada mañana y trabajar toda la semana, sino vivir casi cada día con la incertidumbre de si al día siguiente vamos a conseguir un trabajo remunerado. Hablo por ejemplo de los escritores o de todos esos que pertenecen al mundo de la farándula en sus modalidades más o menos nobles y por eso aunque admiré y admiro a personajes como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez los hermanos Gutiérrez Caba o José Luis Gómez, ni prometiéndome el éxito que todos ellos consiguieron o consiguen, aceptaría haberme puesto en su pellejo. Decididamente, a efectos de contrato de trabajo −que no de vacaciones− pertenezco al modelo japonés, donde ya se sabe que al menos hasta hace poco, uno empezaba a trabajar en Toyota y se jubilaba en Toyota. Nada de aventuras ni veleidades.

Vi en los premios Goya quejarse a muchos de la escasez de trabajo −y por tanto de ingresos−, no presté mucha atención a las actrices que exigían más papeles femeninos, supongo que piden algo así como que se ruede de nuevo Los últimos de Filipinas pero solamente con mujeres, parece que tampoco se les ocurre la conveniencia de que haya más mujeres guionistas, directoras o productoras. El colmo de esto pude observarlo no hace mucho en una entrevista en la prensa a un actor de raza negra nacionalizado español, que protestaba enérgicamente de que sólo le dieran papeles de inmigrante o de nativo en películas ambientadas en países tropicales, ¿por qué será? Entiendo que resulta fastidioso, pero por más que hago memoria los únicos negros que recuerdo en el pasado de España son el rey Baltasar, Antonio Machín o aquellos que Lope de Aguirre y otros conquistadores colocaban −se asegura− en primera línea durante los combates para asustar a los pobres indios.

El caso es que no me gustan estos trabajos cuya principal característica es la temporalidad, quizás por eso acompaño de corazón en el sentimiento a tantos jóvenes y menos jóvenes que se ven obligados a aceptar trabajos de una temporalidad a veces extrema, cuando los encuentran, que a veces ni eso; recuerdo también que el otro día un ATS masculino se quejaba en la prensa de que había tenido 567 contratos en 17 años. Se suele decir que las leyes laborales son terminantes: con cierto tiempo trabajado el contrato debe volverse fijo. El problema es que los empresarios −con la Administración a la cabeza− también son terminantes: o aceptas esta porquería de contrato de horas o tomo a otro de la larga cola que está esperando lo-que-sea.

Sin embargo, ha habido jóvenes que han encontrado la manera de disfrutar de saneados ingresos casi sin dar un palo al agua: hablo de los llamados influencers, incluidos esos subproductos suyos llamados youtubers. Algunos se preguntarán, pero ¿qué es eso de un influencer? Bueno, de momento es un trabajo que se nombra en inglés, como lo de CEO, y eso significa pasta. Para no liarla y ahorrarle el trabajo, busco en Internet la definición de esta profesión y se dice «Un influencer es una persona con influencia y repercusión en las comunidades de los medios en los que se expresa, que moviliza a muchos seguidores en las redes sociales». Ahí es nada, las redes sociales, el rey Midas de la era de las comunicaciones en que nos ha tocado vivir. Es decir, un influencer es el que una forma u otra disfruta de cierta fama y le dice a los vicentes dónde va la gente; la que está on, claro.

Ya sabe, no es rico porque no quiere: hágase influencer.

09 marzo 2017

Lectores

Aprendí casi a leer antes de ir al colegio a los 5 años, pues sentía gran curiosidad por lo que veía escrito por la calle, incluido anuncios, y obligaba a la persona que me acompañaba a leerme eso que veía y a deletrearme las palabras que contenía. No tengo el mínimo recuerdo de cómo me fue en mis inicios escolares en la clase de párvulos −entonces no existía eso que ahora llamamos kindergarten o jardín de infancia− y no tengo ni idea de si fui un lector destacado ni nada de nada sobre mi conducta de aquella época.

Eran decididamente tiempos muy diferentes de los actuales y no recuerdo que ni de broma se nos sugiriese en el colegio la lectura de ninguna novela. Allí se nos enseñaba ortografía y gramática y se nos introducía como antes se hacían las cosas, de manera que ni transcurridos mil años se nos olvidara casi nada. Curiosamente, la primera portada que recuerdo es la del catecismo Ripalda, con tanta insistencia que ahora, transcurrido más de medio siglo de ateo militante −así me definía un amigo compañero de convicciones hace más de 30 años− soy capaz de recitar aquellas oraciones básicas. En formato preconciliar, por supuesto.

Quede claro que en aquellos tiempos faltos de la mínima libertad éramos libres de leer o no; el que quería leía, el que no quería permanecía virgen de esa práctica, como la gran mayoría de los que ahora terminan la enseñanza media que para evitar que las lecturas obligadas les dejen huella, procuran olvidarlo de inmediato como un mal sueño que la universidad no va a restaurar.

Recuerdo vagamente unos pequeñísimos libritos que se compraban en el kiosco, más bien cuadernitos, que costaban nada menos que 10 céntimos de peseta (por un euro nos darían 1.663 libritos) y que eran aquellos famosos cuentos de Calleja desconocidos actualmente salvo quizás por algunos que siguen diciendo lo de tienes más cuento que Calleja, cuando algún amigo/a le confiesa que está impaciente por acoger un refugiado en casa. Sin embargo, de los primeros libros que cayeron en mis manos y que, esos sí, me acuerdo que leí con avidez, fueron unos que me prestó un pretendiente de una prima mía, un chaval de unos 18 o 19 años, a quien nunca olvidaré porque fue el que me introdujo en los libros de Guillermo, de la escritora Richmal Crompton, un nombre que entonces imaginaba de hombre porque no se me pasaba por la cabeza que una mujer escribiera algo tan ingenioso. Me leí todos sus libros, me reí mil veces de lo que contaban y todavía hoy los leo muy de vez en cuando en su idioma original. Me imagino la sonrisa despectiva de cierto amigo que desprecia esta lectura porque supongo que él debió empezar leyendo la Crítica de la razón pura, aunque he descubierto que los libros de Guillermo también fueron el inicio de Javier Marías, Fernando Savater y otros mucho más sapientes que yo.

Otra persona mayor me sugirió que si me gustaba el humor me pasase al autor Pelham Grenville Wodehouse, P.G.Wodehouse para los amigos, en el que descubrí un filón abundante y que por sí sólo justifica la buena e inmerecida fama del humor inglés. Por supuesto que todo esto fue mezclado con lecturas de Julio Verne, Emilio Salgari, Zane Grey, José Mallorquí y otros muchos que me introdujeron el virus del amor a la lectura.

Viene todo este tostón a cuento de eso que llaman un barómetro (¿por qué no termómetro?) del CIS acerca de la afición de los españoles a la lectura, con cifras que no acabo de creerme. Me sorprende, por optimista, eso de que sólo un 39,4% no ha leído un solo libro en todo el año 2015, que quienes leen por lo menos una vez a la semana llegan al 47,2% y de ellos el 29,3% lee todos los días. Más creíble resulta que el 65% confiesa que lee al menos una vez al trimestre, no se dice qué clase de lectura, porque para mí no vale el Marca ni Facebook. Rajoy, por ejemplo, no puntúa.

Tampoco me resultan creíbles dos noticias aparecidas en El País en primera página: una referida a los finlandeses que dicen leer de promedio 49 libros al año. Comprendo que allí no hay mucho que hacer y que deben aburrirse más que los bosquimanos, pero no me creo ese promedio por mucho amor que le profesen a Mika Waltari. No me imagino a ese leñador volviendo a casa de su tarea diaria, atravesando aquellos grandiosos bosques, tras confraternizar como es natural con los renos con los que se cruce, y diciéndose angustiado ¡vamos deprisa que si me descuido no llego a los 49!

Como no me creo ni de lejos la otra noticia, que venía acompañada de una gran foto, y en la que podía verse a una señora de raza negra y su pequeña Daliyah de 4 años, residentes en Gainesville (Georgia, EE.UU.), afirmándose que la niña, que aprendió a leer con 2 años, se ha leído ya más de 1.000 libros. Si no me fallan los cálculos, eso supone 1,37 libros al día, incluidos domingos, festivos, cumpleaños y los días en que esté enfermita. ¡¡Eso sí que son faroles!!, ¡¡esa señora sí que debe darle la vara a sus compañeros de trabajo con lo de su niña!!