19 noviembre 2018

El turismo marabunta

No hace mucho pasé una semana en Edimburgo y la experiencia no ha sido tan positiva como esperaba. Como me decía un empleado del hotel en que me hospedé, la ciudad se ha transformado en un cascarón vacío, como según él ya lo es Londres, ciudad a la que acusaba de no existir, porque no quedan habitantes en el centro, sólo personas de paso.

Es una ciudad que sin duda tiene zonas muy bonitas y atracciones turísticas como el yate Britannia, no muy visitadas, pero en general se percibe una presencia excesiva de turistas y finalmente uno se marcha con la sensación de que no ha visto muchos escoceses y sí demasiados foráneos. Bueno, espero que lo fuera al menos el portero del hotel con su espléndido Highland dress.

Este viene siendo el final de todas las visitas turísticas: la decepción por la saturación y pérdida de identidad de lo que hemos ido a visitar. Ya me niego a ir a Venecia o a otras ciudades muy atractivas que conozco, porque sé que están demasiado concurridas de turistas, lo que uno ve es apenas un decorado como el de las películas y las personas que están deambulando por allí son lo mismo que nosotros, elementos extraños que distorsionan la realidad local.

Poco a poco se va produciendo una reacción de rechazo en esos lugares tan frecuentados −legítima defensa− y por eso Venecia ha prohibido tumbarse o sentarse en las aceras y comer en áreas públicas. Todos los turistas son un azote, pero los mochileros son la sublimación de esa condición. En la isla de Scíatos, playa de Lalaria, donde se rodó la película Mamma mia, han tenido que poner avisos de que serán encarcelados los que se apoderen de una piedra de esa playa, pues parece que el souvenir pétreo del lugar de rodaje estaba provocando el cambio de configuración y desaparición de la playa.

Además están las huellas visibles que dejamos. Ya conté que en un viaje a Budapest me tocó avergonzarme porque el único pintarrajeo en el famoso puente de las cadenas, hecho con un rotulador muy grueso, estaba en español. Pero tampoco hay que asombrarse, uno de los problemas de conservación de La Alhambra son las firmas que los visitantes se empeñan en dejar como testimonio de que ellos estuvieron allí. Y que no se crean que es una ocurrencia solo de gamberros, Washington Irving también dejó su firma en una pared del monumento, bien es cierto que lo hizo cuando el acto no era frecuente ni vulgar.

Según parece somos ya más de 7.500 millones los habitantes de este contaminado planeta y no cabemos, pero será mucho peor si no paramos de ir de un sitio a otro. Otros lugares víctimas de la sobrevisita son las playas, todos hemos podido ver personalmente o en televisión cómo se ponen las playas, que hasta el mar queda contaminado, por no recordar esas luchas por colocar la sombrilla en primera línea. ¿Se acuerdan de cuando las playas solo se llenaban −casi− los fines de semana? Yo sí. 

Y hay que agradecer hasta cierto punto la aparición de los estúpidos selfies, porque muchos en vez de dejar constancia de su presencia in situ, se conforman con llevarse el testimonio fotográfico, aunque eso significa que poca huella deja en el visitante lo visitado, porque lo más importante era la foto. Una vez conseguido el testimonio, ¡a olvidar!

El turismo ha ido desvirtuando lo que los lugares son y suscribo con sinceridad esa pintada que vi no sé dónde que afirmaba All the tourists are bastards. Claro que eso supone que no quiero ni debo ejercer de tal y por lo tanto mis viajes han de ser restringidos y del tipo que permita calificarme más bien de viajero que de turista.

Quizás lo que me ha hecho tomar conciencia del desastre ha sido ver que la ciudad donde nací, que cuando yo era niño era una delicia recorrer con libertad, en la actualidad es un zoco con colas por todas partes e infinidad de tiendas de recuerdos que han supuesto la desaparición de los comercios de toda la vida.