Existe
un bello territorio de unos 32.000 Km2 en el que habitan casi 8
millones de habitantes, llamado Catafornia. Sus habitantes hablan actualmente
el idioma inglés, aunque hasta hace unos 160 años el idioma predominante era el
cataforés y más remotamente, quizás alguna otra lengua indígena.
Buena parte
de estos habitantes lo primero que hacen cada mañana al mirarse al espejo es agarrarse un berrinche porque recuerdan que hace
casi tres siglos unos violentos enemigos les arrebataron ciertos derechos. El
hecho de que actualmente no quede huella de aquel arrebato no importa. Como diría
el bolero “parece que fue ayer…”.
En
este lugar llamado Catafornia, parte de sus habitantes en vez de preocuparse
por generar una riqueza que les colocaría como potencia económica mundial, puntera
en cultura, ciencia y tecnología, lo que hacen es dar la vara todos los
días porque quieren segregarse del país con el que se han hecho grandes:
Estados Juntados de Occidente. Insisten en que quieren hablar en exclusiva
esos idiomas indígenas o si acaso el español, pero sobre todo abandonar el
inglés, que al fin, solo lo hablan cuatro gatos. De momento, su principal
preocupación es que su selección nacional de balonvolea pueda jugar de igual a
igual con otros países importantes como Filipinas o Jamaica. Hay habitantes que anuncian
incluso que no cejarán en su lucha hasta conseguir esa reivindicación
fundamental –insisten– para la vida de todos sus conciudadanos.
Muchos
casi se desvanecen de placer al imaginar a sus jugadores vestidos con los
colores de su bandera nacional. Sienten escalofríos de satisfacción al pensar
en un glorioso partido entre su selección nacional y la de Surinam y el
prestigio mundial que les proporcionaría un triunfo contra ellos.
Cualquier acontecimiento, por nimio que sea, es buena excusa para que saquen a relucir su bandera, canten su himno y bailen su danza nacional, algo que a nadie molesta, pero curiosamente miran con desprecio y tachan de folclóricos y casposos al resto de sus compatriotas si osan hacer lo mismo con los símbolos equivalentes de todo el estado.
Cualquier acontecimiento, por nimio que sea, es buena excusa para que saquen a relucir su bandera, canten su himno y bailen su danza nacional, algo que a nadie molesta, pero curiosamente miran con desprecio y tachan de folclóricos y casposos al resto de sus compatriotas si osan hacer lo mismo con los símbolos equivalentes de todo el estado.
El
hecho de que la mayoría de los productos que produce Catafornia sean vendidos
habitualmente al resto de los Estados Juntados –su cliente cautivo– no tiene importancia, como tampoco lo tiene
que el inicio histórico de su industrialización tuviera como pilar básico las
inversiones del resto de los Estados Juntados y la concesión del monopolio de ciertos
comercios con las entonces colonias. Tampoco vamos a tener en cuenta –¡menuda
tontería!– que los lazos de sangre, económicos, culturales, humanos, que les unen con el
resto del país sean intensos.
Mirar su propio ombligo es un hábito muy extendido por el lugar y el victimismo una constante en su actitud, hasta el punto de que los habitantes del resto de los Estados Juntados están tan hartos de escuchar quejas que más de uno enciende velas para que consigan su propósito de apartarse del destino común y de esta manera facilitar que sus lamentos vayan a otra parte.
Mientras, los servicios públicos están hechos una auténtica pena, la antes floreciente situación económica de los ciudadanos se ha venido abajo, están de corrupción hasta las cejas, pero los hábiles políticos catafornianos han encontrado la solución: echar la culpa a los demás. Y seguir a lo suyo, eso de la selección de balonvolea.
Mientras, los servicios públicos están hechos una auténtica pena, la antes floreciente situación económica de los ciudadanos se ha venido abajo, están de corrupción hasta las cejas, pero los hábiles políticos catafornianos han encontrado la solución: echar la culpa a los demás. Y seguir a lo suyo, eso de la selección de balonvolea.