25 marzo 2013

Olimpiadas en Madrid


Hay un dicho que afirma que cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Se lo oía a los adultos que me rodeaban cuando era pequeño y nunca conseguía entender muy bien qué quería decir aquello. Sin embargo, y aunque al hacerme mayor ya supe el significado, ha sido en estos tiempos cuando he podido comprender la verdad que encerraba este dicho, uno más entre los muchísimos que abundaban en la lengua española y que para bien o para mal están desapareciendo por culpa de la actual pobreza lingüística generalizada.

Viene a cuento todo esto por el empeño que año tras año pone el alcalde de turno de Madrid en mendigar la concesión de las olimpiadas, una idea original del dilapidador y nefasto Gallardón adoptada con entusiasmo a título de feliz herencia recibida por la eminente Botella. No puede extrañar esta asunción, pues nadie ha sido capaz de detectar en esta señora una idea propia, así que se apropia desesperadamente de las ajenas.

Creo que a todo el mundo, salvo a los numerosos partidarios del follón sin más, le asusta la idea de celebrar en la capital unas olimpiadas con todo lo que eso trae consigo: gastos, subidas de precios generalizadas, aumento del tráfico y restricciones para los conductores, alteración grave de la vida de los ciudadanos, disparates urbanísticos, etc. En la visita a Madrid del comité del COI, aparte de disfrutar con el espectáculo cómico-patético de Botella hablando inglés, los periodistas extranjeros se preguntaban cómo España se atrevía a meterse en los gastos que suponen unas olimpiadas mientras que ciudades con mayores recursos abandonaban esta pretensión a la vista del panorama económico mundial.

La simple idea de esos gastos ya debería espantar y disuadir de llevar a cabo estos juegos teniendo en cuenta que estamos en crisis y que no hay ni un euro –dicen– para nada, hasta el Wall Street Journal se escandalizaba el año pasado de esta pretensión española y recordaba que los juegos de Londres se estimaba que habrían alcanzado un gasto de 11.000 millones. Los Juegos Olímpicos de invierno de Sochi (Rusia) a celebrar en 2014, tenían un presupuesto 9.300 millones de euros, pero la última revisión aumenta esa cifra hasta los 25.500, lo que no está nada mal teniendo en cuenta que aún falta un año. Aquí, la preparación de las tres candidaturas –para 2012, 2016 y ahora 2020– ha debido suponer un gasto superior a los 100 millones de euros (más de 16.638 millones de pesetas, oiga), una fruslería si se compara con la deuda municipal de Madrid que Gallardón consiguió elevar por encima de los 7.000 millones de euros –el municipio más endeudado de Europa–, más de un 63% de la deuda total de todos los municipios españoles. No he podido averiguar cuánto se gastó para la primera y tampoco han dicho nada sobre la actual, pero para el intento fracasado de 2016, el propio Gallardón reconoció un gasto de 37,8 millones. Si dispone de una calculadora no es muy difícil comprobar que tengo razón e incluso me quedo corto.

Teniendo en cuenta la avidez de nuestros políticos en general y de los del PP en particular cuando hay dinero a la vista, es fácil imaginar que ya se están relamiendo por lo que puede caerles a cada uno en mejora de su economía personal. No obstante, es innegable que hay ciudadanos que se apuntan a todo, fundamentalmente porque no ven más allá de lo que la publicidad institucional les presenta y no se dan cuenta de lo que hay detrás de tanto festejo, por eso estuvieron encantados con aquello de la JMJ de 2011, con el asunto Eurovegas y si por ellos fuera, hasta apoyarían que el festival de San Remo se celebrara en Madrid.

¿Hace falta que señale con el dedo quiénes son aquellos a los que mayoritariamente les atrae la idea de los juegos olímpicos, aparte claro está de quienes sacarán tajada de ello? Sí, acertó; los atolondrados, la gente de orden que sigue sin rechistar las consignas que vienen de arriba, los irresponsables… y en buena parte los disciplinados votantes de cierto partido (aunque resulte redundante); esos por descontado.

15 marzo 2013

Habetis papam


Todavía no ha acabado el bombardeo a que los medios nos han sometido por la cadena de acontecimientos que comenzó con la renuncia del anterior papa y el proceso que ha finalizado con la elección de su sucesor, del que todavía siguen contándonos todo lo que consiguen averiguar poco a poco (y lo que nos queda). Que si estuvo en una residencia de los jesuitas en Alcalá de Henares allá por los 70 o que tuvo una novia porteña, que es aficionado al fútbol y devoto de un equipo local, que es peronista o colaboró con la dictadura argentina. Todo para satisfacer esa mezcla de vacío de vida propia y necesidad de cotillear la ajena que caracteriza al ciudadano medio de estos tiempos. No servirá de nada ese intento teatral de acercar el nuevo papa a la población eliminando el ordinal en su nombre. Si no se antepone lo de papa al nombre de Francisco, nadie sabrá si se está hablando del pontífice, de un cantante o de un futbolista, cada uno de ellos representante de una cierta fe.

Todos ponemos en nuestro rostro una sonrisa de superioridad cuando en una película o documental que se desarrolla en lugares apartados, vemos esos ritos de seres primitivos donde aparece el hechicero de la tribu lanzando conjuros, tomando pócimas mágicas y se bailan danzas con grandes aspavientos para atraer la ayuda de los dioses. Viendo todo el aparato –eso que llaman tradición y liturgia– que la iglesia católica despliega apenas puede para dejar embobados a creyentes y otros que no lo son, ¿acaso no es lo mismo que lo que practican esas tribus, solo que llevado a cabo con mayor despliegue de medios y muchísimo más lujo?, exactamente, ¿cuándo dijo Jesús que había que vestirse de chamán para adorarle? No he conseguido interesarme mínimamente por las declaraciones en televisión de esos espectadores que han corrido a San Pedro para poder decir que “estuvieron allí” y exhiben sus caras pintadas y sus banderas como si de una competición deportiva se tratara, o el folclórico éxtasis de tanta monjita de evidente procedencia tercermundista (¡a qué otras podrían engañar hoy en día!).

No me he sentido enganchado lo más mínimo por todo el circo de los cónclaves y sus espectaculares soldaditos de opereta, sus vestimentas de colorines y ritos con humos coloreados. Si acaso, solté la carcajada porque me hizo gracia un comentario leído en no recuerdo qué periódico, que decía a propósito de la enorme y densa humareda negra que pudo verse tras la primera votación, que los romanos habían tenido que correr a sus azoteas a quitar la ropa tendida, para que no se les tiñera del mismo color de ese humo.

Pues bien, ahí tienen a su papa –habetis papam–, y que lo disfruten. Nada de lo que haga evitará el declinar constante de la institución, que va sufriendo una sangría diaria en el número de fieles que acabará por reducirlos a un club de devotos menos numerosos que los que pueda tener cualquier cantante de éxito, algo que ya adelantó John Lennon en 1966. Por desgracia eso no se debe a un aumento de la cultura, del interés por el conocimiento o de la reflexión sobre las bases en que se asienta la fe, sino porque el tiempo que antes se dedicaba a asistir a la iglesia o actividades relacionadas, se aplica hoy en buena parte a ese culto profano que es Twitter, Facebook, WhatsApp y tantas otras marcas de eso que llaman redes sociales, en las que se dicen cosas entre sí quienes –por lo general– no tienen nada que decir.

Creo que anda por el 75% el número de españoles que todavía se declara católico. Sería interesante conocer cuántos de ellos consagran siquiera un minuto al día a pensar en su dios y cuántos conocen e intentan cumplir los preceptos de esa iglesia. Esos pocos quizás merezcan algún respeto; el resto, sólo pena y burla.

14 marzo 2013

El buen hablar



No me refiero al buen hablar en el sentido de dominio del lenguaje, sino del no abuso de lo que familiarmente se conoce como palabrotas. Tratar este asunto parece interés en ganarme enemigos, pero como puede haber percibido cualquier lector que haya visitado antes este blog, no es un riesgo que me preocupe en exceso o al menos no tanto como para impedirme el comentario.

Hace dos días paseaba por un bulevar de mi barrio, y observé que una chica de unos dieciocho o veinte años caminaba en dirección contraria a la mía. Cuando faltaban pocos metros para que nos cruzáramos apareció detrás de ella un joven de más o menos su edad y vi que se le acercaba con el típico gesto de quien se dispone a dar una sorpresa o un susto. Al aproximarse a su espalda la tomó por la cintura con las manos y eso provocó en la chica un respingo y una exclamación que era todo un resumen de su riqueza de vocabulario: ¡la hostia puta!, ¡me cago en tu puta madre! Después los dos se quedaron riendo y charlando: se trataba simplemente del encuentro de dos jóvenes, poseedores de un lenguaje actualizado.

Puedo asegurar que a estas alturas es difícil que me ruborice ninguna expresión como ésa, pero debo admitir que sí me molestó en esta ocasión, porque fue dicha a gritos y porque tras leer un artículo de Javier Marías, hacía varios días que me había detenido a pensar sobre el uso excesivo de las expresiones malsonantes en España. En ese artículo, el escritor cita dos perlas literarias dichas en su presencia en un tertulia: "Tengo unos ovarios así de grandes y los pongo encima de la mesa", y "Lo digo porque me sale del chichi". Delicioso, ¿no?

Siempre y en todas partes, ha habido expresiones tremendas, insultantes, para aportar agravios verbales a un enfrentamiento que con frecuencia acaba en sólo eso, pero creo que nunca como ahora y aquí se ha salpicado el habla de vocablos indeseables en conversaciones normales. Leí hace pocos años que –me parece que era en Chile– a los españoles nos llamaban “los coños”, sencillamente porque les llamaba la atención la necesidad que parecíamos tener de colocar esa palabra como muletilla cada poco en nuestra conversación normal. Y es que esa profusión de palabrotas no es una característica del idioma español, sino del español que se habla en España, da igual el ámbito al que nos refiramos, no hay más que recordar tantas expresiones atroces proferidas por miembros de nuestras cámaras legislativas y hasta por las más altas instancia del estado. Cada vez que un micrófono queda abierto inadvertidamente, se revela el habla habitual de los personajes cuando creen que nadie les oye.

En todos los idiomas existen eso que solemos llamar palabrotas, casi siempre referidos a los órganos sexuales o a su uso, pero es aquí donde el surtido resulta inacabable y su utilización permanente, produciendo siempre asombro en quienes nos visitan y no me extraña, no creo que en ninguna latitud sea posible presenciar una escena como la que relato al comienzo sin que se produzca un enfrentamiento violento. El nuestro debe ser el único país del mundo donde el uso de expresiones bárbaras sea constante y extendido, lo que sumado al elevado tono empleado al hablar, produce espanto al foráneo que no está acostumbrado.

No existe en ningún idioma europeo civilizado ese uso constante y esa diversidad de repertorio –curiosamente, tampoco existe ese tuteo que nos invade–, en la mayoría de los países de Sudamérica no alcanzan la generalización que el mal hablar tiene en España, y me consta que en Brasil ese vocabulario está reservado a la población de bajo nivel cultural y económico. Viví un corto periodo en una ciudad de Estados Unidos y prácticamente no pude oír ninguna palabrota en los entornos en los que me desenvolví. Aquí sin embargo, es posible oír a un niño que aún asiste al jardín de infancia decir gilipollas con la mayor naturalidad.

No es una moda temporal, puesto que ya lleva bastantes años asentada, ni parece tener remedio, porque si alguien se atreve a afear el uso de esas expresiones –como este mismo texto– tiene todas las papeletas para ser tachado de gazmoño, timorato o sencillamente imbécil, igual que cuando se intenta corregir en otros un error gramatical o falta de ortografía al escribir.

05 marzo 2013

La difícil imparcialidad


A quienes con alguna frecuencia vayan leyendo lo que aquí escribo puede que les resulte sorprendente, pero les aseguro que pese a mis fobias y filias procuro ser ecuánime y no dejarme llevar por ideas previas. Sé que es imposible y que nadie consigue esa ideal imparcialidad, pero sería una de las virtudes que me gustaría poseer y en persecución de la cual realizo bastantes esfuerzos. Otra cosa es la imposibilidad de que quienes practican el forofismo en todos los aspectos de su existencia reconozcan esta voluntad mía, ellos, que simplemente atacan o disculpan en función de consignas autoimpuestas previas. De todas maneras no me atormento por el problema, sé que la objetividad absoluta es imposible e inevitablemente soy consecuente con mis ideas. Claro que para todo hay niveles; me decía un amigo –facha donde los haya– que ahora sí que TVE es imparcial y no antes, que era de izquierda radical. Dice mucho sobre mi tolerancia que yo siga siendo su amigo.

Viene todo esto a cuenta de asuntos sobre los que con frecuencia trato en estas entradas, muchas veces –más de las que me gustaría– referentes a cuestiones de política, pero soy consciente de que para alguien medianamente preocupado por el mundo que le rodea, es inevitable que todo termine fluyendo hacia ese tema porque, como le decía  el otro día a alguien con quien discutía, si empiezas a criticar la calidad del agua que sale del grifo, ya estás hablando de política y sólo un rematado lerdo puede decir eso de “no me gusta hablar de política”, porque en realidad casi todo es política.

Hablando de esas fobias o filias que tanto influyen en nuestra valoración de las cosas, no puedo dejar de recordar a quien me decía hace ya años que Ana Belén le producía náuseas, sin que aquella persona –de claras tendencias ultraderechistas– confesara que ese sentimiento era debido a que anteponía la adscripción política a la calidad de esta actriz y cantante, sea cual fuera.

Yo, por ejemplo, no puedo negar la antipatía que siento por la atleta Marta Domínguez, pero puedo explicar y razonar ese sentimiento. La primera vez que supe de su existencia fue al presenciar en televisión cómo en una carrera empujaba descaradamente a una competidora. Deplorable es que alguien intente eliminar a un competidor con malas artes, pero en deporte profesional produce especial repugnancia. Más tarde, supe de su implicación en asuntos de drogas deportivas y que era cercana al partido que para mí simboliza lo peor –ahora no es cercana, sino senadora por ese partido– y para remate leí en la prensa que hace años, cuando un periodista le preguntaba la razón por la que apoyaba al PP contestó “porque el PSOE no le había ofrecido nada” (está documentado). Sobran las palabras.

Todos los partidos procuran captar a personajes populares para integrarlos en sus filas, pero es el PP el que en ese aspecto bate todos los récords: según leo, no hay deportista conocido que no haya fichado por ese partido, excepción hecha de Fermín Cacho. En el campo de los artistas e intelectuales la cosa presenta más dificultad para la derechona, porque esos suelen tener sus propios criterios y de ahí que los únicos fichajes señalados sean los de Norma Duval y Fernando Sánchez Dragó; una ex vedette de revista y un ex comunista, ¡casi ná!. Consigue el PP un éxito indudable en la captación de familiares de víctimas del terrorismo dispuestos a vivir del cuento y con progenitores de niños muertos en desagradables circunstancias, propicios a obtener beneficio de su desgracia.

Todo queda mucho más claro cuando se habla de políticos y sin mucho esfuerzo por mi parte, en tiempos no muy lejanos admitía la descalificación que amigos de derechas hacían de Bibiana Aído o Leire Pajín, porque no me costaba aceptar la escasa cualificación que aparentemente poseían ellas para los puestos que desempeñaban. El problema es que actualmente esos mismos amigos no reconocen, ni aunque se les amenace con la tortura, que Ana Botella, Fátima Báñez o Ana Mato –por citar solamente unas pocas joyas– han dejado en pañales aquella sonada incompetencia, incrementada además con una buena dosis de antipatía personal. Son gente que no lo reconocen  ni aun mostrándoles vídeos de sus intervenciones públicas, que deberían hacer sentir bochorno a cualquiera. Pensar que en Madrid hemos tenido de alcalde a un Tierno Galván, que hablaba desde alemán a latín, y ahora tenemos a esa arribista que no sabe ni hablar español…