14 marzo 2013

El buen hablar



No me refiero al buen hablar en el sentido de dominio del lenguaje, sino del no abuso de lo que familiarmente se conoce como palabrotas. Tratar este asunto parece interés en ganarme enemigos, pero como puede haber percibido cualquier lector que haya visitado antes este blog, no es un riesgo que me preocupe en exceso o al menos no tanto como para impedirme el comentario.

Hace dos días paseaba por un bulevar de mi barrio, y observé que una chica de unos dieciocho o veinte años caminaba en dirección contraria a la mía. Cuando faltaban pocos metros para que nos cruzáramos apareció detrás de ella un joven de más o menos su edad y vi que se le acercaba con el típico gesto de quien se dispone a dar una sorpresa o un susto. Al aproximarse a su espalda la tomó por la cintura con las manos y eso provocó en la chica un respingo y una exclamación que era todo un resumen de su riqueza de vocabulario: ¡la hostia puta!, ¡me cago en tu puta madre! Después los dos se quedaron riendo y charlando: se trataba simplemente del encuentro de dos jóvenes, poseedores de un lenguaje actualizado.

Puedo asegurar que a estas alturas es difícil que me ruborice ninguna expresión como ésa, pero debo admitir que sí me molestó en esta ocasión, porque fue dicha a gritos y porque tras leer un artículo de Javier Marías, hacía varios días que me había detenido a pensar sobre el uso excesivo de las expresiones malsonantes en España. En ese artículo, el escritor cita dos perlas literarias dichas en su presencia en un tertulia: "Tengo unos ovarios así de grandes y los pongo encima de la mesa", y "Lo digo porque me sale del chichi". Delicioso, ¿no?

Siempre y en todas partes, ha habido expresiones tremendas, insultantes, para aportar agravios verbales a un enfrentamiento que con frecuencia acaba en sólo eso, pero creo que nunca como ahora y aquí se ha salpicado el habla de vocablos indeseables en conversaciones normales. Leí hace pocos años que –me parece que era en Chile– a los españoles nos llamaban “los coños”, sencillamente porque les llamaba la atención la necesidad que parecíamos tener de colocar esa palabra como muletilla cada poco en nuestra conversación normal. Y es que esa profusión de palabrotas no es una característica del idioma español, sino del español que se habla en España, da igual el ámbito al que nos refiramos, no hay más que recordar tantas expresiones atroces proferidas por miembros de nuestras cámaras legislativas y hasta por las más altas instancia del estado. Cada vez que un micrófono queda abierto inadvertidamente, se revela el habla habitual de los personajes cuando creen que nadie les oye.

En todos los idiomas existen eso que solemos llamar palabrotas, casi siempre referidos a los órganos sexuales o a su uso, pero es aquí donde el surtido resulta inacabable y su utilización permanente, produciendo siempre asombro en quienes nos visitan y no me extraña, no creo que en ninguna latitud sea posible presenciar una escena como la que relato al comienzo sin que se produzca un enfrentamiento violento. El nuestro debe ser el único país del mundo donde el uso de expresiones bárbaras sea constante y extendido, lo que sumado al elevado tono empleado al hablar, produce espanto al foráneo que no está acostumbrado.

No existe en ningún idioma europeo civilizado ese uso constante y esa diversidad de repertorio –curiosamente, tampoco existe ese tuteo que nos invade–, en la mayoría de los países de Sudamérica no alcanzan la generalización que el mal hablar tiene en España, y me consta que en Brasil ese vocabulario está reservado a la población de bajo nivel cultural y económico. Viví un corto periodo en una ciudad de Estados Unidos y prácticamente no pude oír ninguna palabrota en los entornos en los que me desenvolví. Aquí sin embargo, es posible oír a un niño que aún asiste al jardín de infancia decir gilipollas con la mayor naturalidad.

No es una moda temporal, puesto que ya lleva bastantes años asentada, ni parece tener remedio, porque si alguien se atreve a afear el uso de esas expresiones –como este mismo texto– tiene todas las papeletas para ser tachado de gazmoño, timorato o sencillamente imbécil, igual que cuando se intenta corregir en otros un error gramatical o falta de ortografía al escribir.