Todavía no ha acabado el
bombardeo a que los medios nos han sometido por la cadena de acontecimientos
que comenzó con la renuncia del anterior papa y el proceso que ha finalizado
con la elección de su sucesor, del que todavía siguen contándonos todo lo que
consiguen averiguar poco a poco (y lo que nos queda). Que si estuvo en una residencia de los
jesuitas en Alcalá de Henares allá por los 70 o que tuvo una novia porteña, que
es aficionado al fútbol y devoto de un equipo local, que es peronista o
colaboró con la dictadura argentina. Todo para satisfacer esa mezcla de vacío
de vida propia y necesidad de cotillear la ajena que caracteriza al ciudadano
medio de estos tiempos. No servirá de nada ese intento teatral de acercar el
nuevo papa a la población eliminando el ordinal en su nombre. Si no se antepone
lo de papa al nombre de Francisco, nadie sabrá si se está hablando del
pontífice, de un cantante o de un futbolista, cada uno de ellos representante
de una cierta fe.
Todos ponemos en nuestro rostro
una sonrisa de superioridad cuando en una película o documental que se desarrolla en lugares
apartados, vemos esos ritos de seres primitivos
donde aparece el hechicero de la tribu lanzando conjuros, tomando pócimas mágicas y se bailan danzas con grandes
aspavientos para atraer la ayuda de los dioses. Viendo todo el aparato –eso
que llaman tradición y liturgia– que la iglesia católica despliega apenas puede para dejar
embobados a creyentes y otros que no lo son, ¿acaso no es lo mismo
que lo que practican esas tribus, solo que llevado a cabo con mayor despliegue
de medios y muchísimo más lujo?, exactamente, ¿cuándo dijo Jesús que había que vestirse de chamán para adorarle? No he conseguido interesarme mínimamente por las declaraciones en
televisión de esos espectadores que han corrido a San Pedro para poder decir
que “estuvieron allí” y exhiben sus caras pintadas y sus banderas como si de una competición
deportiva se tratara, o el folclórico éxtasis de tanta monjita de evidente
procedencia tercermundista (¡a qué otras podrían engañar hoy en día!).
No me he sentido enganchado lo
más mínimo por todo el circo de los cónclaves y sus espectaculares soldaditos de opereta, sus vestimentas
de colorines y ritos con humos coloreados. Si acaso, solté la carcajada
porque me hizo gracia un comentario leído en no recuerdo qué periódico, que
decía a propósito de la enorme y densa humareda negra que pudo verse tras la
primera votación, que los romanos habían tenido que correr a sus azoteas a
quitar la ropa tendida, para que no se les tiñera del mismo color de ese humo.
Pues bien, ahí tienen a su papa –habetis papam–, y que lo disfruten.
Nada de lo que haga evitará el declinar constante de la institución, que va
sufriendo una sangría diaria en el número de fieles que acabará por reducirlos
a un club de devotos menos numerosos que los que pueda tener cualquier cantante
de éxito, algo que ya adelantó John Lennon en 1966. Por desgracia eso no se debe a un aumento de la cultura, del interés
por el conocimiento o de la reflexión sobre las bases en que se asienta la fe,
sino porque el tiempo que antes se dedicaba a asistir a la iglesia o
actividades relacionadas, se aplica hoy en buena parte a ese culto profano que es
Twitter, Facebook, WhatsApp y tantas otras marcas de eso que llaman redes sociales, en las que se dicen cosas entre sí quienes –por lo general– no tienen nada que decir.
Creo que anda por el 75% el
número de españoles que todavía se declara católico. Sería interesante conocer
cuántos de ellos consagran siquiera un minuto al día a pensar en su dios y
cuántos conocen e intentan cumplir
los preceptos de esa iglesia. Esos pocos quizás merezcan algún respeto; el resto, sólo pena y burla.