09 marzo 2017

Lectores

Aprendí casi a leer antes de ir al colegio a los 5 años, pues sentía gran curiosidad por lo que veía escrito por la calle, incluido anuncios, y obligaba a la persona que me acompañaba a leerme eso que veía y a deletrearme las palabras que contenía. No tengo el mínimo recuerdo de cómo me fue en mis inicios escolares en la clase de párvulos −entonces no existía eso que ahora llamamos kindergarten o jardín de infancia− y no tengo ni idea de si fui un lector destacado ni nada de nada sobre mi conducta de aquella época.

Eran decididamente tiempos muy diferentes de los actuales y no recuerdo que ni de broma se nos sugiriese en el colegio la lectura de ninguna novela. Allí se nos enseñaba ortografía y gramática y se nos introducía como antes se hacían las cosas, de manera que ni transcurridos mil años se nos olvidara casi nada. Curiosamente, la primera portada que recuerdo es la del catecismo Ripalda, con tanta insistencia que ahora, transcurrido más de medio siglo de ateo militante −así me definía un amigo compañero de convicciones hace más de 30 años− soy capaz de recitar aquellas oraciones básicas. En formato preconciliar, por supuesto.

Quede claro que en aquellos tiempos faltos de la mínima libertad éramos libres de leer o no; el que quería leía, el que no quería permanecía virgen de esa práctica, como la gran mayoría de los que ahora terminan la enseñanza media que para evitar que las lecturas obligadas les dejen huella, procuran olvidarlo de inmediato como un mal sueño que la universidad no va a restaurar.

Recuerdo vagamente unos pequeñísimos libritos que se compraban en el kiosco, más bien cuadernitos, que costaban nada menos que 10 céntimos de peseta (por un euro nos darían 1.663 libritos) y que eran aquellos famosos cuentos de Calleja desconocidos actualmente salvo quizás por algunos que siguen diciendo lo de tienes más cuento que Calleja, cuando algún amigo/a le confiesa que está impaciente por acoger un refugiado en casa. Sin embargo, de los primeros libros que cayeron en mis manos y que, esos sí, me acuerdo que leí con avidez, fueron unos que me prestó un pretendiente de una prima mía, un chaval de unos 18 o 19 años, a quien nunca olvidaré porque fue el que me introdujo en los libros de Guillermo, de la escritora Richmal Crompton, un nombre que entonces imaginaba de hombre porque no se me pasaba por la cabeza que una mujer escribiera algo tan ingenioso. Me leí todos sus libros, me reí mil veces de lo que contaban y todavía hoy los leo muy de vez en cuando en su idioma original. Me imagino la sonrisa despectiva de cierto amigo que desprecia esta lectura porque supongo que él debió empezar leyendo la Crítica de la razón pura, aunque he descubierto que los libros de Guillermo también fueron el inicio de Javier Marías, Fernando Savater y otros mucho más sapientes que yo.

Otra persona mayor me sugirió que si me gustaba el humor me pasase al autor Pelham Grenville Wodehouse, P.G.Wodehouse para los amigos, en el que descubrí un filón abundante y que por sí sólo justifica la buena e inmerecida fama del humor inglés. Por supuesto que todo esto fue mezclado con lecturas de Julio Verne, Emilio Salgari, Zane Grey, José Mallorquí y otros muchos que me introdujeron el virus del amor a la lectura.

Viene todo este tostón a cuento de eso que llaman un barómetro (¿por qué no termómetro?) del CIS acerca de la afición de los españoles a la lectura, con cifras que no acabo de creerme. Me sorprende, por optimista, eso de que sólo un 39,4% no ha leído un solo libro en todo el año 2015, que quienes leen por lo menos una vez a la semana llegan al 47,2% y de ellos el 29,3% lee todos los días. Más creíble resulta que el 65% confiesa que lee al menos una vez al trimestre, no se dice qué clase de lectura, porque para mí no vale el Marca ni Facebook. Rajoy, por ejemplo, no puntúa.

Tampoco me resultan creíbles dos noticias aparecidas en El País en primera página: una referida a los finlandeses que dicen leer de promedio 49 libros al año. Comprendo que allí no hay mucho que hacer y que deben aburrirse más que los bosquimanos, pero no me creo ese promedio por mucho amor que le profesen a Mika Waltari. No me imagino a ese leñador volviendo a casa de su tarea diaria, atravesando aquellos grandiosos bosques, tras confraternizar como es natural con los renos con los que se cruce, y diciéndose angustiado ¡vamos deprisa que si me descuido no llego a los 49!

Como no me creo ni de lejos la otra noticia, que venía acompañada de una gran foto, y en la que podía verse a una señora de raza negra y su pequeña Daliyah de 4 años, residentes en Gainesville (Georgia, EE.UU.), afirmándose que la niña, que aprendió a leer con 2 años, se ha leído ya más de 1.000 libros. Si no me fallan los cálculos, eso supone 1,37 libros al día, incluidos domingos, festivos, cumpleaños y los días en que esté enfermita. ¡¡Eso sí que son faroles!!, ¡¡esa señora sí que debe darle la vara a sus compañeros de trabajo con lo de su niña!!

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