Normalmente no veo concursos en televisión, ni frecuento redes sociales, ni me interesa eso que llamamos influencers, ni uso apenas el móvil; no es extraño que si vivo en medio diferente al de la mayoría de mis compatriotas, el resultado es que mi mundo sea diferente al de mis compatriotas. Y seguramente, mejor.
Por descontado, casi todas responden más o menos al mismo patrón: la mayoría de ellas se han colocado prótesis mamarias y se han inyectado bótox o ácido hialurónico o vaya usted a saber qué –la verdad es que no sé muy bien cuál producto– en los labios para que estos adopten el aspecto de los de una mujer perteneciente a alguna tribu primitiva africana, carnosos o salchicheros, si bien abundan entre quienes se operan de sus labios las presentadoras de televisión y otras bastante conocidas que se arriesgan a un cambio exagerado de aspecto, porque piensan que hoy en día si no estás a la última, no estás.
También suele tratarse de participantes en algunos de esos concursos terribles de la televisión actual y que esperan que su participación devenga en algún contrato sustancioso en televisión, algún papel en una película de esas que luego no ve nadie o, por lo menos, un romance con algún famosillo. Todo eso suele dar dinero y likes en las redes, que es lo que se busca. Y si alcanzan cierto grado de popularidad, siempre les queda eso de Only Fans donde, si no lo saben, colocan sus atrevidos vídeos o fotos recibiendo a cambio una remuneración. Recuerdo que cuando niño solíamos buscar en el diccionario palabras atrevidas y en ramera (o sinónimos) encontrábamos la definición de mujer que comercia con su cuerpo. ¿Valdría esa descripción para quienes viven sin dar un palo al agua, solamente exhibiendo sus atributos y en ocasiones alguna actuación procaz?
El caso es que los periódicos hablan de ellas, o de su pareja, o de su cuñado, como si tuviéramos la obligación de conocer a todos esos desconocidos que posiblemente y como refiere el dicho, no son conocidos ni en su casa a la hora de comer. Probablemente, esto debería darme cierto complejo de aislamiento, pero en eso –y sólo en eso− soy similar a los británicos y por lo tanto concluyo que los demás están aislados: en su estulticia.
Últimamente, las famosas –y por lo tanto quienes no lo son aunque lo desean− han dado un paso adelante y andan vistiéndose –más bien desnudándose− empeñadas en que conozcamos cómo tiene sus mamas, su entrepierna y su trasero; la totalidad del negocio. Yo reconozco que me gustan tanto los desnudos femeninos −los atractivos, claro− como me desagrada la pornografía, así que bienvenidos sean esos conocimientos de lo que hasta hace poco se consideraba intimidad, aunque sea a costa de la pérdida de ese misterio que acompañaba a las mujeres –no todas–, que hacía que todos desconociéramos lo que solamente su pareja conocía a fondo.
Es cierto, lo reconozco, que algunas de estas mozas terminan siendo conocidas hasta para el más reticente. Ahí tenemos a la tal Georgina Rodríguez, de profesión pareja de Cristiano Ronaldo, empeñada en que conozcamos cada centímetro de su cuerpo, no siempre de origen natural. Tengo que reconocer que está de buen provecho, pero permítaseme que no me agrade en absoluto pese a sus atributos.