11 octubre 2010

Miedos infantiles

Puede que algunos de mis coetáneos no estén totalmente de acuerdo con lo que voy a contar, porque no todos hemos tenido la misma infancia ni nos hemos criado en un entorno similar, pero estoy seguro que sí habrá bastante en común, porque era aquella época un tiempo impregnado de ciertas circunstancias ineludibles. Otra cosa es que algunos tengan mala memoria o prefieran no recordar.

Anoche, mientras esperaba que llegara el sueño, me acordaba de alguno de mis miedos infantiles y, desde la perspectiva actual, no podía comprender cómo los que entonces eran nuestros mayores compartían esas creencias y permitían que se nos aterrorizara de aquella manera y cómo, aun contando con nuestra inocencia, podíamos tragarnos aquellas historias. No estoy hablando del hombre del saco ni del famoso coco, por supuesto.

Uno de los asuntos que me obsesionaban era el fin del mundo, que yo imaginaba amenizado por aquellos espantosos cuatro jinetes y toda la desolación posible. Por descontado, todo esto era fruto de lo que nuestro «director espiritual» o el profesor de religión nos iban contando día tras día, por aquello de que el espanto nos arrimara más aún a una religiosidad que ellos pretendían que perdurara toda nuestra vida.

Una de las historietas amedrentadoras para mantenernos en vilo era la de que los nombres de papas «disponibles» eran limitados y, me parece recordar, sólo quedaban entonces media docena más por todo repertorio. De ahí los rezos que dirigíamos para que la vida de cada pontífice fuese bien larga –en aquel entonces era papa Pío XII– tratando de evitar así tener que echar mano de esos pocos nombres papales que quedaban, precipitando por tanto el espantoso final.

Teníamos un consuelo, aunque débil. Dios -según nos contaban- no iba a permitir que en el fin del mundo perecieran inocentes, así que en pintoresca interpretación de aquellos sacerdotes -jesuitas, por cierto-, antes de ese temido final estaríamos unos 7 u 8 años sin que nacieran niños. Se suponía que perdíamos la inocencia a esa edad (y de ahí que fuera en ese momento cuando hacíamos la primera comunión) y por lo tanto ya podíamos participar del espanto. Ni que decir que nos congratulábamos al ver por la calle señoras embarazadas, porque aquello nos garantizaba un número de años de vida que nos parecían –desde nuestra escasa edad- más que suficientes para el desarrollo de nuestra existencia.

No eran las únicas amenazas y, en realidad, los religiosos a los que se encomendaba nuestra educación, se ocupaban de que el miedo estuviera siempre presente en nuestras vidas. Quién no recuerda los castigos que nos prometían si cometíamos «actos impuros»: desde la debilitación de nuestra médula a la interrupción de nuestro desarrollo físico, sin olvidar una segura reserva de plaza en el infierno.

Puedo recordar perfectamente cuál fue la última vez que fui a confesar. Debía tener unos 14 años y como en Madrid no tenía un director espiritual «de plantilla» como en mi ciudad de origen, se me ocurrió entrar a la iglesia de la Concepción, en la calle Goya. Arrodillado en el confesionario, cuando procedía a la relación de mis faltas y llegando a ese pecado, el sacerdote comenzó a dirigirme tales gritos que quienes estaban cercanos miraban asombrados y estoy seguro de que podían oírse hasta en la calle. Despavorido interrumpí mi confesión y salí corriendo. No volví a acercarme a un confesionario jamás, y no hace falta decir que continué pecando, ahora ya con menos temor y más calma…

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