29 junio 2016

Novelas policiacas

Anoche terminé de leer una novela policiaca de Colin Dexter y tras ello dediqué unos minutos a reflexionar sobre lo leído y, sobre todo, al porqué de mi afición a leer novelas de este género de vez en cuando. No tiene mucha explicación, porque de siempre –puede que más con la edad– no soy capaz de retener los infinitos detalles que el autor va esparciendo para poder argumentar después que usted tiene todas las pistas para identificar al asesino.

Como buena parte de la población que lee, me he atiborrado a lo largo de mi vida de esas novelas de Agatha Christie en las que usted tiene que aprenderse los nombres de un montón de personajes –ninguno se llama Juan Soriano o Rafael Menéndez– y para remate un plano de la vivienda donde el crimen tiene lugar, plano que se reproduce en una página de la novela y en base al cual usted debe recordar cuál es el dormitorio de Mrs. Hermione Wedge, cuál el de Mr. Reginald Wedge, cuál el de su enfermera, cuál el de su cuñado divorciado Mr. Strongfield, cuál el del administrador Mr. Brown, etc. Todo eso porque debe comprender el trasiego de los personajes a través de la trama y en qué momento ha podido entrar el asesino en la habitación de la víctima para acuchillarle o echar veneno en su té, por descontado que uno de esos venenos que no dejan huella (?) tan fáciles de comprar en la droguería de la esquina.

Por suerte, la editorial española de esta escritora tenía la amabilidad de poner un índice de personajes al comienzo de la novela y de esa manera usted se pasaba el tiempo teniendo que acudir a ese índice para identificar los personajes cada vez que aparecían en escena y se habían desvanecido de su memoria.

He leído más de una de las escritas por Raymond Chandler en las que el protagonista es ese intrépido y arrojado Philip Marlowe, que en la pantalla suele adoptar la cara de Humphrey Bogart. No me digan que no es difícil aprenderse el nombre de todas las mujeres atractivas con las que se cruza y que intentan llevárselo al huerto (no se puede ser guapo, oiga). Para compensar, una de esas mujeres suele tener el rostro de Lauren Bacall y eso hace más fácil la identificación, aunque no demasiado, porque llueven personajes durante toda la trama.

No me creo que no hayan leído nunca nada de Conan Doyle y su personaje mundialmente famoso Sherlock Holmes. Yo sí he picado y no acabo de entender el porqué, puesto que me parece un pedante insoportable –y encima drogadicto– y ya me gustaría verle deducir por mi aspecto que yo había estado de compras con mi mujer en Hipercor y que allí habíamos comprado un queso manchego y me había atendido una cajera con acento boliviano. Los ingleses no sólo tuvieron una suerte inmerecida con la Armada Invencible, sino que sorprendentemente todo el mundo parece dispuesto a soportar y admirar lo que produzcan –sea lo que sea– y a establecerlo como mito mundial. Claro que un país que tiene personajes como los beefeaters con una indumentaria tradicional que produce escalofríos (no olviden mirar atentamente el sombrerito y los zapatos) necesariamente hace que la atención se fije en todo lo suyo.

La novela que acabo de terminar, del escritor Colin Dexter como he dicho al principio, y que es la segunda del mismo autor que leo, me ha desconcertado de manera especial porque al terminar no sólo no sabía quién era el asesino, sino que tampoco estaba muy seguro de quién era el asesinado. De esa inseguridad se ha ocupado el autor a lo largo de su desarrollo dando por finado a quien después aparecía vivito y coleando –alive and kicking en este caso– y el detective Morse elabora a lo largo de la novela una decena de detalladas teorías sobre los acontecimientos y el homicida que usted se traga sin pestañear, y que cada vez que descubre un nuevo hecho es desmontada y vuelta a montar con protagonistas diferentes y cargándole a otro el sambenito. Me he hecho el propósito de releer las últimas 30 páginas cuando tenga un rato, a ver si así me entero del desenlace.

Caray, si hasta me he leído una policiaca escrita por un entrenador de fútbol inglés, de cuyo nombre no puedo acordarme, y que me compré porque se desarrollaba nada menos que en el castillo de Sancti Petri, en Chiclana de la Frontera. Al menos era original y mejor de lo que me esperaba de uno de esos profesionales del fútbol, en cuyos intelectos no confío demasiado.

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