17 abril 2017

¡Qué fácil es hablar!

Si a cualquier espécimen humano moderno se le contara que hasta no hace demasiados años si usted quería hablar con alguien de, pongamos, Zaragoza tenía que llamar a la central de Telefónica, expresar su ferviente deseo de comunicar y la telefonista le respondía con una frase que producía escalofríos: tiene una demora de 20 minutos, le parecería que estaba exagerando. Y eso es lo que había, tanto si usted tenía que comunicar un fallecimiento, un accidente o una buena nueva. Había incluso la posibilidad de que transcurrido esos minutos prometidos no sonara el teléfono y entonces usted podía llamar de nuevo a la operadora que le daba el diagnóstico fatal: hay congestión en la red, puede que tarde otra media hora. Cuando por fin conseguía la comunicación, siempre había algún familiar cercano que le recordaba «no te entretengas, que es conferencia», es decir, que era caro. No quiero ser mal pensado, pero adivino que la mayor parte de los que no conocieron estos avatares dicen para sí mismos o en voz alta, «pues no haber sido viejo» o alguna lindeza de este orden, como si no fueran Marconi, Antonio Meucci y Graham Bell −entre otros− los viejos que pusieron los cimientos de lo que ahora disfrutamos o padecemos, el verbo es subjetivo.

Esto ocurre porque en contra de lo que vaticinaban los escritores de ciencia-ficción, el avance brutal no ha ido en el sentido de los viajes espaciales, que seguimos igual que estábamos hace cincuenta años o más, sino en el de las comunicaciones y la información en general. No conozco ningún escritor que anticipara la enormidad de que disponemos ahora en cuanto a lo de hablar con otros situados en la casa de al lado, en un apartado barrio de nuestra ciudad o en Alaska. Incluso, para mi asombro, hay quienes prescinden del teléfono de toda la vida, el teléfono fijo, y hasta lo dan de baja porque prefieren usar para comunicarse esa especie de pesada chocolatina llamada smartphone, en la que usted habla o escucha por un pequeño orificio invisible tras aplastar el dispositivo contra la mejilla, los más rompedores empleando solamente el dedo índice para este menester.

No podíamos imaginar que esos aparatitos llamados móviles y que parecían reservados a ejecutivos o personal de emergencias iba a extenderse hasta el punto de que una discusión familiar muy común −me consta− es si al niño de 8 años se le compra o no un móvil (o se le da el viejo de papá o mamá), y que la tenencia de estos aparatos iba a suponer un conflicto para los indefensos profesores en los colegios, que no consiguen que el batallón de descerebrados a los que tienen que formar les presten más atención que a su móvil. No podíamos imaginar que el parloteo infame llegaría al extremo de obligar a establecer vagones silenciosos en trenes y hasta áreas silenciosas en aviones, que ya las hay en algunas líneas aéreas. Porque la cháchara incesante puede molestar más que el humo de los cigarrillos ajenos.

La verborrea no cesa y por la calle usted puede incluso oír lo que dice por el móvil alguien que se encuentra a más de 50 metros, porque con frecuencia elevan el tono de voz como si no estuvieran utilizando un medio electrónico de comunicación, eso sin contar los que pasan a nuestro lado como zombies aparentemente hablando solos y gesticulando y que en realidad mantienen una conversación con auricular.

La pasión por comunicar cualquier memez a todo el planeta se ha hecho casi general y si algo es laborioso es escoger el medio: llamada a secas, SMS (ahora poco), llamada o mensaje por Whatsapp, Facebook, Instagram, etc. Todo el mundo aparenta pensar que el resto de la población está pendiente de si le ha salido un grano en el trasero, si ha sufrido un percance con su pareja, o alguna de los millones de incidencias que son posibles en la vida del más sedentario de los humanos. Nadie parece disfrutar de lo que hace o vive, el verdadero placer está en difundirlo cuanto antes por las redes.  

Puesto que los usuarios han descartado totalmente la privacidad, le sugiero una prueba: cuando alguien que se encuentre cercano esté hablando por el chisme, pegue la oreja, cotillee, le apuesto lo que quiera a que lo que oye es siempre una banalidad que no merecería una llamada. Si no le agrada cotillear, obsérvese a sí mismo cuando haga una llamada; casi seguro que acierto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aunque me ha gustado mucho el artículo, me ha gustado todavía más la fotografía. O mejor, el ingenio, tu ingenio, de encontrarla.
Angel