No deja de ser curioso que vivimos en una época donde todo el mundo quiere distinguirse de los demás y, sin embargo procuran hacer exactamente lo que los demás hacen. Son gregarios vocacionales y eso tiene incluso su gracia, en un tiempo en que proliferan las llamadas a ser uno mismo, a decirnos eso de porque tú lo vales y tantas otras memeces. Hay muchísimos que no valen nada y es evidente, aunque eso sí: consumen.
Lo primero de todo es respetarse a uno mismo y la mayoría no se respeta ni mínimamente, lo que les interesa es la admiración de los demás y cuando se miran al espejo no se ven, solo observan lo que otros piensan o dicen pensar de uno y así se consideran; de ahí el éxito de las redes sociales y el desmedido sufrimiento que causan en tantos niños y adolescentes. Ya se sabe que uno debe estar en las redes y que una vez en ellas debe conseguir cuantos más likes mejor, de lo contrario es un fracasado.
De la falta de personalidad y de la escasa valía personal dice mucho el éxito de los llamados influencers (de ahí que todos quieran serlo) que son admirados por lo que dicen representar y porque se supone que ganan dinero sin dar un palo al agua.
También es llamativo que las personas no desean ser de esta o de aquella manera, sino que siguen las modas de manera ciega (más de uno me ha dicho que los blogs ya no se llevan, algo cierto) sin quitar ni poner nada a lo que ellas imponen. Como ejemplo que a mí me molesta de manera notable, tenemos el éxito de los tatuajes o los piercings. A nadie se le ocurre que eso de marcarse para toda la vida es algo rechazable pues deja el cuerpo más pintarrajeado que una tapia y no se les ocurre pensar qué aspecto tendrá ese cuerpo ahora que se es joven y qué aspecto tendrá cuando se tengan muchas décadas y la piel sea un muestrario de arrugas. ¿Se imaginan a esos jugadores de fútbol que tienen el cuerpo totalmente decorado? Supongo que se juega mejor si uno tiene la piel totalmente cubierta de ilustraciones.
De los piercings casi mejor no hablar. Si pintarse el cuerpo me parece una locura, qué voy a opinar de los que se ponen una argolla colgando de la nariz, como los cerdos, o se acribillan las orejas con todo tipo de herrajes o, ¡qué espanto!, se ponen una pieza metálica en la lengua; ¡¡incluso en el sexo!!
Entiendo esto porque se desea ser como aquellos a los que se admira y lo más fácil es vestirse o decorarse a la manera de aquellos, pero ¿de verdad se aumenta el parecido con, por ejemplo, Sergio Ramos, porque uno se tatúe hasta los dedos?, ¿cómo es que la pareja de este no está visiblemente tatuada?, ¿cómo puede alguien meterse en la cama con alguien que parece que va a desteñir?
La vulgaridad está al alcance de todos, de ahí la calaña de la mayoría de las personas que nos rodean y el éxito del reguetón. Y conste que es imposible, me parece, evitar la vulgaridad en absolutamente todo lo que somos. Hasta alguien que estaba muy alejado de la vulgaridad como era Javier Marías, tenía algún detalle vulgar: para mí, su afición –y defensa− del fútbol y del tabaco. Lamentable, pero supongo que es inevitable porque todos estamos en una sociedad que empuja sin remedio a la vulgaridad, aunque ya me gustaría parecerme a ese personaje.
Creo que somos muchos los que al hablar de vulgaridad se nos viene a la mente la llamada princesa del pueblo, ese espanto llamado Belén Esteban, sin embargo muchos no se acuerdan de ese otro espécimen de nombre Luis Rubiales, una especie de monumento a la vulgaridad, convencido de que lo que le hace a uno distinguido es el dinero, algo en lo que tenía una pizca de razón, aunque hablamos de alguien irremisiblemente tocado por la vulgaridad. ¿Cómo habría sido ese ejemplo de delicadeza y unicidad que se llamó Grace Kelly si hubiera nacido en una familia sin medios económicos? Mejor no pensar en ello.
Es normal preguntarse cómo pudo el tal Rubiales llegar al puesto que ocupaba. La respuesta no es complicada: hay una franja de puestos de cierta importancia ocupada por gente sin ninguna valía que han podido alzarse a esa posición gracias a la complicidad de otros de semejante valía que también han alcanzado su puesto mediante contactos y la complicidad callada de otros como él.
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