26 junio 2011

Demencia senil

He leído en la prensa acerca del fallecimiento, a los 84 años, del actor Peter Falk, aquél que durante muchos años interpretó al desaliñado detective Colombo. Sin embargo, no ha sido sólo la evidencia de ver cómo desaparece otro de los personajes que decoraron mi existencia lo que me produce tristeza, sino comprobar que, como otros muchos, el actor padecía -según cuentan en la noticia- demencia senil desde hace bastante tiempo.

Yo, que ya tengo una barbaridad de años y que a estas alturas además de saber que los reyes son los padres, sé que la vejez es una enfermedad inevitable, menos para los que mueren prematuramente, me he preguntado si dentro de no mucho tiempo –¿o quizás ya comenzó?– padeceré ese mal y si llegado el momento percibiré mi estado y qué tipo de actos perpetraré.

Ignoro si será un síntoma, pero el caso es que admito que desde hace años soy bastante gruñón, aunque yo lo achaco al contraste con la pasividad e indiferencia de los demás –yo soy un «indignado» precoz– y quizás también a los tremendos acontecimientos que me ha tocado sufrir a lo largo de mi existencia, me parece que bastante por encima de la media.

La cuestión es que soy incapaz de permanecer callado ante las injusticias y atropellos, sean otros o yo el afectado, pero eso por desgracia me acarrea el rechazo de muchos y hasta de los que dicen ser mis amigos, que han llegado a reprenderme con el cívico y cristiano argumento de que «si yo no voy a beneficiarme de la protesta, ¿qué me importan los que vengan después?».

Pues esa clase de personas son las cabales personas que nos rodean, esos reclamantes de tertulia, incapaces de mover un dedo para que las cosas funcionen mejor. En muchos casos son cristianos de los de golpe de pecho, de esos que ponen en peligro su propio esternón.

Visto el penoso material de que estamos hechos los humanos («a imagen y semejanza...», pero con materiales de desguace), inevitablemente pasan preguntas por mi cabeza: ¿quién será el primero en detectar que mis neuronas se pusieron a patinar?, ¿quién querrá animarme –en su momento– a que yo acuda a los profesionales que pueden frenar o desacelerar el padecimiento?, ¿quién, cuando el mal llegue a un grado avanzado, tendrá el coraje de ayudarme a desaparecer de entre los vivos?

El primer amigo que tuve en mi vida, allá por los cinco años, en la clase que se llamaba de párvulos, y cuya amistad he mantenido hasta ahora, se encuentra en una residencia en la que lo han internado sus hijos –los mismos que están disfrutando de los abundantes bienes que les cedió en vida–, aparentemente afectado por este mal y cada vez que hablo por teléfono con él se despide lloriqueando, tras haberme causado espanto durante la conversación por el lamentable estado de su cerebro, tan brillante en otros tiempos. En cuanto a sus hijos, actúan casi como si no existiera, en parte olvidados de él –sin duda lo más práctico– y produciéndole más dolor del que ya padece.

Esperemos que la suerte, que ya se ocupó de mí tantas veces para hundirme, decida pasarme por alto y dejarme llegar a mi último momento sin más sufrimientos que los imprescindibles.

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