20 septiembre 2013

Derecho a decidir (I)

Si algo me llena de ira es el uso de eufemismos cuando por cobardía o doblez no se quiere llamar a las cosas por su nombre. Los políticos son grandes aficionados a este recurso lingüístico y por eso se permiten llamar ajustes a lo que son recortes o ahorro a esa congelación ad eternum de las pensiones que acaban de sacarse de la manga. Cierto, con un criterio muy tolerante podría considerarse que un recorte es un tipo de ajuste, pero me pregunto cuántos políticos están dispuesto a llamar ajuste a una subida salarial. ¡Por supuesto que se les llenaría la boca con la palabra aumento, subida o lo que fuera y ni de lejos nombrarían la palabra ajuste que a todos nos trae la misma imagen!

Cuando empezó a oírse la expresión derecho a decidir ya se adivinaba que lo que se quería decir era algo bien diferente –¿dónde está el complemento directo?–, el supuesto derecho a la secesión, pero se trataba de no espantar a los propios y a los foráneos usando la palabra apropiada, primero se iba calentando el ambiente y llegado un momento todos sabrían lo que se quería expresar con esas tres palabrejas.

Derecho a decidir, ¿qué? Me pregunto ¿es que ahora no eligen a sus gobernantes exactamente igual que el resto de los españoles?, ¿podrán decidir que no les gobiernen políticos corruptos, como ocurre actualmente allí y en el resto?, ¿podrán participar en las grandes decisiones de gobierno sin que algún iluminado pretenda interpretar el sentir general como sucede ahora?, ¿podrán acceder a derechos que se nos prometieron en la Constitución y que hasta este momento ni siquiera hemos vislumbrado o nos están arrebatando? Ahora han puesto en marcha una iniciativa pública –no, no me lo invento– para que el presidente Obama se pronuncie a favor de la independencia catalana; pero vamos a ver, si desean la total autonomía, ¿cómo se les ocurre mendigar la opinión del presidente de los EE.UU.? Se me olvidaba, fue el ministro Josep Piqué (nacido en Villanueva y Geltrú) el que se deshizo en reverencias ante George W. Bush cuando tuvimos la fortuna de que nos visitara.

Todos los españoles fuimos engañados durante la transición, pero hay unos afortunados que van a ser engañados una segunda vez por el mismo precio. Eso sí, al coste de quedar debilitados –los catalanes– en su próxima flamante independencia y debilitar por descontado a lo que quede de España, que menguará bastante, pues de inmediato los vascos, ahora agazapados observando qué pasa, saltarán exigiendo lo mismo. En realidad y gracias a la crisis económica y moral, la mayoría de los españoles queremos también algún exorcismo que nos saque de este agujero, pero por fortuna son minoría los que recurren a una estratagema tan infantil como es la de pretender transformarse en una república báltica de la mano de quien es muy poco de fiar.

Y es lógico lo que está ocurriendo, ahora que han llegado a la madurez aquellos niños que fueron educados en la normalización lingüística –otro eufemismo–, la historia reinterpretada desde la aldea y el rechazo a España y los españoles, como si ellos no hubieran sido y siguen siendo tan responsables para bien o para mal de lo que ahora tenemos todos entre manos. Es imposible estudiar un periodo de la historia de España de los últimos siglos en el que esas dos comunidades, la catalana y la vasca, no hayan estado profundamente implicadas. Si esto que tenemos ahora es un desastre –y casi no hay dudas de ello–, ¿van a indemnizarnos por su colaboracionismo de siglos para que esto llegara a ser lo que es actualmente, o se van a ir como si no tuvieran nada que ver con el asunto?, ¿en cuánto fijamos la indemnización que deben dar al resto de España por haberles estado comprando durante decenios sus productos a precios superiores a los del mercado internacional, para favorecer su industrialización?

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