01 febrero 2015

Obsolescencia programada

Casi todo el mundo ha oído en los últimos tiempos la expresión obsolescencia programada y muchos incluso hemos visto algún documental más o menos exhaustivo sobre el asunto. Para los que no sepan de qué se trata, aclaro que esta expresión hace referencia a la fabricación de bienes de consumo a los que intencionadamente, de una u otra forma, se le asigna una duración limitada con objeto de obligar a los consumidores a reponer el bien.

Lo que se sabe sobre este asunto se ha extendido y ya no es ningún secreto que desde la lavadora a la impresora están programadas para no durar demasiado. En el caso de la impresora se llega al refinamiento de tener un contador de páginas impresas y de tiempo de vida para que sea el que llegue antes al tope el que determine su final.

No hay solución porque es cosa sabida que estamos en manos de fabricantes y comerciantes sin escrúpulos a los que sólo interesa despojarnos de nuestro dinero y obligarnos a ir a la tienda a comprar más o menos lo mismo una y otra vez.

Ahora, me gustaría que quien lee esto se detuviera a pensar sobre el mismo tema, pero acerca del ser humano. Todos hemos oído una o muchas veces aquello de “haré al hombre a mi imagen y semejanza”, si la Biblia fuera escrita hoy diría “haré a la mujer y el hombre…” porque ya se sabe que eso de considerar que la referencia al hombre es la referencia al género humano ofende a las feministas impacientes por cargarse el idioma –y el Génesis– al precio que sea.

¿No les parece que esa promesa de creación tiene truco? A ver, si nos hizo a su imagen y semejanza era de esperar que estuviéramos fabricados con buenos materiales y que nuestra duración, si no eterna, fuera menos dolorosa y sin todos los fallos que preceden a la extinción. Me da la sensación de que subcontrató nuestra creación a los chinos y de ahí tanto fallo de funcionamiento, yo diría que fuimos creados también con obsolescencia programada y para colmo con incumplimiento de la palabra dada, pues, si somos semejantes, ¿cómo es que antes de los 70 años –de promedio– comienza a haber fallos en nuestro cuerpo que tenemos que ir arreglando como podemos temporalmente hasta que finalmente nos extinguimos tras numerosos sufrimientos, dolores y penalidades, propios y de quienes nos rodean?  

Al llegar a cierta edad y de manera casi democrática (hasta Botín), todos vamos dejando por el camino parte de lo que somos para acabar –a veces ni siquiera– como un simple recuerdo en la mente de algunos. ¿Hay derecho a eso, más aún cuando el supuesto inventor y creador del asunto sigue imperturbable sin disminución de sus capacidades?

En fin, si yo fuera creyente, me levantaría cada mañana maldiciendo al chapucero que creó este cuerpo tan complicado sin preocuparse lo más mínimo de su durabilidad y de los sufrimientos que causaría su deterioro. Ya le daba yo...

1 comentario:

Alfonso GLD dijo...

Es bien cierto que todo lo que conocemos, tanto lo natural como lo artificial, está lastrado con una inexorable fecha de caducidad. Esa caducidad es el tributo a la finitud, de la que nada ni nadie puede escapar, en nuestro mundo. Si la fuerza de la gravedad nos aprieta contra el suelo, la entropía va desordenando todo lo que vemos y tocamos, sin que nosotros mismos podamos excluirnos.

Sabido es, también, que entre los objetos artificiales fabricados por el hombre, por mor de la codicia, hay algunos intencionadamente limitados en su duración, tornándose inservibles mucho antes de que el devenir del calendario los haya llegado a deteriorar. No veo, sin embargo la analogía de estos últimos objetos, de caducidad programada, con ninguno de los seres vivos, entre los que el hombre representa, por ahora, la culminación de una larga evolución. Pero todos ellos, sin excepción, pese a ese esfuerzo titánico de más de cuatro mil millones de años de deambular la vida por la tierra, tienen que rendir cuentas a su individual debilitamiento y extinción.

Rechazadas ya las tesis creacionistas, tampoco podemos cargar sobre nuestras pobres madres la responsabilidad de no estar hechos con mejores materiales, ni el ser seres sujetos a fallos, dolores y penalidades, acumulados, generalmente, en la postrer etapa de nuestra vida. En fin, que no tenemos a quien dar, ni a quien maldecir. Sería como arremeter contra meigas inexistentes, a las que les atribuyéramos nuestros males. O como aquél que decía: “casi siempre soy ateo, que dios me perdone, pero sólo él tiene la culpa de todo”.