17 noviembre 2016

Virales

No hay día en que no vea en la prensa alguna referencia a un comentario viral o que arrasa en la red, o bien algún personaje cuyas declaraciones o su persona han provocado trillones de retuits o cualquier otro fenómeno de los que vivimos (?) pendientes. Otra posibilidad es esa de las fotos como las de Justina Derroche que incendian la red un día sí y otro también con escotes cada vez más descendentes. Uno va a mirarlas con cierta concupiscencia y resulta que son fotos como las de toda la vida, solo que las ha publicado en la Red y ya se sabe que la red es sagrada y todo lo que circula por ella es lo más y tiene más transcendencia. Además, desde que existen las prótesis mamarias de silicona me ponen más las fotos femeninas anteriores a 1970 que las actuales, porque ahora las que triunfan son las que deciden meterse más silicona donde antes estaban las conocidas como tetas. Me encantan esas fotos de mujeres  con frecuencia prostitutas de aspecto cándido ̶  de los años 10 o 20, del siglo pasado por supuesto, como la que compré en un puesto callejero de Barcelona. Lo que ellas muestran es cien por cien natural.

No me gustan muchas de las cosas que tengo que ver, entre otras el poderío e importancia de lo que llaman redes sociales, aunque trato de mantenerme un poco al día de las que atrapan a los jóvenes y a muchos que ya no lo son tanto, pero es difícil. Cuando me entero de que existe Facebook, YouTube, Tuenti o Whatsapp, resulta que ya están pasadas y las que molan son Instagram, Telegram, Periscope o alguna de los muchas otras que existen, Twitter, Snapchat, Flickr, Google+, QQ, WeChat, etc. etc., ¿quién se acuerda ya de ICQ?

Hace algún tiempo protestaba yo de que ya resultaba imposible ser ciudadano si no se disponía de Internet y de un smartphone. La cosa no solo no ha mejorado, sino que ha vuelto más preocupante, porque quien no tiene cuenta en Facebook y Twitter, no existe. La cuestión es, ¿para qué sirven las redes sociales?: pues fundamental y lamentablemente para dar resonancia a la voz de los que no tienen nada que decir y a los frikis que gustan de llamar la atención o insultar a los demás. Las redes sociales están sostenidas básicamente por unos imbéciles sin nada que hacer que lanzan una nueva gracia y por los millones que se entusiasman siguiendo esa gracia. Recientes tenemos el numerito de tirarse un cubo de agua helada por encima, otra que consiste en congelar el movimiento de un grupo y grabarlo mannequin challenge o, más reciente, eso de ¡que viene Andy! Andy’s Comming! que no merece la pena ni explicar en qué consiste, si es que usted no lo conoce.

No hace mucho, dos hechos leídos en la prensa me han llamado la atención, ambos relativos a comunicaciones de las redes que hacen evidente su mal uso. El primero, el triunfo de un vídeo de YouTube en el  que una supuesta bailarina de 172 kilos de peso se agita convulsivamente despertando el interés de todos los que no tienen nada mejor en qué pensar y a los que el morbo de la híper-obesa les atrae. El segundo, los disparates que en una u otra red social escribieron quienes merecen más el calificativo de alimañas que de personas, insultando a los allegados del torero Víctor Barrio fallecido hace algún tiempo y a la memoria del propio torero, aprovechando el anonimato (aunque alguno no se va a salvar de una sanción). Se da la paradoja de que quienes cometen esta fechoría contra seres humanos, se autoconsideran  amantes de los animales y gente de bien.

Más reciente, otro fenómeno del que es difícil que no hayan leído u oído algo en los medios porque se han empeñado en que forme parte de nuestras vidas. Me refiero a ese juego llamado Pokemon Go que parece haber sorbido el poco seso de buena parte de población, y sabemos ya de quienes han cometido allanamientos o invadido comisarías o cuarteles en busca del bichito, de quienes han sido atropellados porque estaban en otro mundo mirando tan solo la pantalla de su móvil y mi hijo me cuenta que ha visto en Madrid a una mujer de unos 40 años que conducía un coche, pararlo en un semáforo, bajarse, y dejarlo abandonado en mitad de la calle con el smartphone en la mano en busca de su víctima virtual. Antes, si un adulto se comportaba como un adolescente procuraba contenerse y no hacer el ridículo; ahora se exhiben, porque son mayoría y se sienten fuertes. El caso es que parece haber aflojado la fiebre de cazar muñequitos, pero no ha desaparecido.

No tengo nada en contra de los juegos, yo mismo me acuerdo cada mucho de que existen y he jugado al comecocos ‒oficialmente Pacman‒ en mi tableta dos o tres veces, pero pueden imaginar que no pierdo por eso el contacto con la realidad (ya sé, es un juego de viejos). Un vídeojuego puede ser divertido si se le dedican unos ratos, pero puede hacer un daño irreparable si se vuelve adicción. Quien vive consagrado a eso es simplemente un idiota sin cerebro y no hace mucho se publicó un artículo en El País en cuyo título, a propósito del jueguecito Pokemon Go, el autor se pregunta si la humanidad puede caer más bajo. Mi respuesta es: más o menos; ahí tuvimos a doña Celia Villalobos jugando al Candy Crush mientras ocupaba su puesto en la mesa del Congreso de Diputados, claro que con el cerebro de esa señora no hay que hacerse ilusiones. Ni con su educación y modales.

Hoy mismo veo en la prensa una foto que según dicen arrasa en la red y que es sólo una foto del lugarteniente de Donald Trump, acompañado de esposa e hija delante de un espejo y que por el ángulo en que ha sido hecha la foto no permite ver reflejada en el espejo la imagen de la hija, lo que asombra a todas esas mentes elementales. Otra foto que dicen que arrasa muestra a un cerdo practicando surf. Me quedo arrasado.

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