19 agosto 2019

Desacuerdos

Hace dos días estuve cenando en casa de un matrimonio amigo, ella es mi amiga desde hace casi 50 años y él desde hace algo menos; eran compañeros de oficina. Por fortuna, no leen este blog.

Como es normal, durante el tiempo que estuvimos juntos hablamos de todo lo que se nos pasaba por la cabeza y así pude comprobar, una vez más, que los humanos solemos tener el mismo número de ojos, brazos o piernas y que ahí acaba toda la semejanza entre unos y otros.

Era casi imposible estar más en desacuerdo en lo que fuera. Si hablábamos de política, ellos consideraban que en el momento actual el presidente en funciones debería compartir el gobierno con los de Podemos y admitir sin problemas a todos los que este partido propusiera, empezando por esa eminencia llamada Irene Montero a la que ellos veían capacitada para cualquier tarea de gobierno y a la que no ponían pega alguna en cuanto a su categoría personal. Por supuesto, todo esto entre afirmaciones que dejaban bien en claro que la valoración que ambos hacen de mi actitud personal viene a ser la de que soy alguien de ultraderecha, aunque claro está, ellos me aprecian por encima de esta manera mía de ser y pensar. Generosidad incuestionable.

Inevitablemente, pasamos a tratar de la inmigración y de esos barcos que se ganan −muy bien− la vida transportando a todo lo que encuentran, desde las playas de Libia a España. Es inútil que yo pregunte, como hago siempre, qué se supone que se debe hacer con los 31 millones que esperan venirse a España −en 2015 eran 20 millones−, según la encuesta realizada sobre el terreno por el Instituto Gallup, además de otras decenas de millones cuyos ojos están puestos en Francia, Italia, Alemania, etc. A Bulgaria, Rumanía, Ucrania y en general todos los del Este no quiere ir nadie, porque su desesperación no llega a tanto según se ve.

Como es natural, no obtuve respuesta y sí una llamada a mi humanidad y posible deseo de justicia; lo de siempre. No entiendo cómo todos los que se sienten tocados en el corazón por el drama de todos estos africanos, no tratan de dedicar un par de minutos de sus pensamientos a resolver cómo podríamos practicar esa generosidad «hasta el infinito y más allá» sin cargarnos el país que ahora pisamos con nuestros pies.

Por supuesto, se trató el asunto del feminismo talibán que ahora está en alza, pero no quise prestarme a discutir un asunto que, sin duda, está completamente fuera de control. Ahí tenemos de actualidad el tema de Plácido Domingo al que se le arruina su vida profesional y familiar por unos sucesos que se dice que tuvieron lugar hace unos 35 años y sobre los que, por descontado, no se aportan pruebas, aunque se le condena sin más. Obra del #MeToo.

Finalmente, surgió el sempiterno asunto de la homosexualidad. Llegó traído de los pelos por mis amigos cuando yo me encontraba hablando de una obra de alguien a quien admiro como escritor: Javier Marías. Afirmaban que era absolutamente homosexual esperando con ello que yo abjurara de mi admiración y pasara a repudiarlo, ignorando que no condeno a nadie por ser tal cosa y sí por exhibirse como tal. Desde luego que no me gustaría que eso fuera cierto, como no me gustaría descubrir que se trata de alguien con comportamiento rijoso, pero ahí queda todo.

A una hora ya tardía terminamos la jugosa conversación con las tradicionales muestras de cariño y volvimos para casa mientras que yo meditaba de lo asombroso de que ellos y yo no nos atacáramos con cuchillos al tratar de nuestras convicciones. Pura civilización, imagino.   

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