20 mayo 2020

Rabietas de malcriados

No es difícil observarlo: cada día son más comunes e incluso pueden verse por la calle, esas rabietas que los niños cogen porque se les niega algo que ellos quieren y no están dispuestos a dejar pasar la ocasión sin afirmar su autoridad y mando sobre sus padres. Hay −había− excepciones de padre más antiguos que estos actuales tan temerosos de traumatizar a sus hijos; los míos no eran así, y según me contaba mi madre, a la primera rabieta que agarré de esas de tirarse al suelo gritando y llorando me dio una zurra que me hizo abandonar de manera definitiva esas rebeliones de niño consentido, sin que fuera preciso requerir la ayuda de un psicólogo ni de un policía municipal. Fiel a la enseñanza recibida yo también apliqué el método con excelentes resultados. He presenciado varias veces esos espectáculos porque cada vez los padres tienen menos autoridad sobre sus hijos y el resultado es que no queda extraño que estos infantes califiquen a sus padres a gritos de gilipollas o alguna otra lindeza, sin que las reacciones paterna o materna pongan los medios para erradicar esos insultos que a mí me dejan despavorido porque no me imagino soltando esos calificativos a mi padre o mi madre; nunca.

La dictadura tampoco consentía las rabietas sociales, fueran justificadas o no, y al primero que se desmandaba le daban una buena tunda, quizás con encarcelamiento y multa incluidos. Pero llegó la democracia con todas sus ventajas y sin duda algunas fisuras, como la de permitir que haya ciudadanos que se suban a las barbas de la autoridad simplemente porque tienen un berrinche y creen que organizar un escándalo es un método válido para cambiar de gobierno o al menos causar un alboroto que le inquiete. Por supuesto, ignoran el artículo 115 de la Constitución que establece en su punto 3 que no pueden disolverse las Cortes antes de un año desde la última vez. 

Nadie hasta el momento ha sido capaz de explicar de manera razonada por qué Dinamarca, Suecia o Marruecos, por ejemplo, han sufrido una incidencia del virus mucho menor que la que hemos padecido países como Italia, Francia, Bélgica o España. Hay una explicación inmediata y es que todos sabemos que en el norte las efusiones son mucho menos profusas, pero eso no es suficiente motivo y será uno de esos misterios que quedarán sin resolver por siempre jamás. Lo del sur, mejor dejarlo.

No es posible saber si nuestro gobierno lo ha hecho muy bien o solo aceptablemente bien, pero comparando su actuación con la de países más o menos similares, puede decirse que han llevado el asunto de manera satisfactoria, entre otras cosas porque no pueden verse grandes diferencias en sus resultados. Ciertamente, el covid-19 ha sido una desagradable sorpresa para todos, nadie tenía claro cómo actuar y todos los líderes de la oposición acosando al presidente no lo ponía más fácil. Desde luego está fuera de dudas −salvo fanáticos ignaros− que lo está haciendo mucho mejor que los gobiernos de Boris Johnson, Trump o Bolsonaro, que han resultado una maldición para sus ciudadanos.

Por todo lo anterior es difícil entender a esos grupos que se manifiestan en Madrid, Sevilla, Salamanca, Valladolid y otras que desean imitar a la primera −en sus barrios más exquisitos− y alguna otra ciudad del extranjero, igualmente irresponsables y díscolos, expresando su indignación por el confinamiento o alguna de las otras medidas impuestas para la propia seguridad. Porque por más que insistan, nadie en su sano juicio puede pensar que −he llegado a leer tal cosa− se trata solo de un invento y una manipulación para acabar con España y los españoles. Aquello del complot social-comunista-judeo-masónico debería ser cosa del pasado y bien se sabe que estas protestas no son para arreglar nada, sino para intentar derribar al gobierno. Esa afirmación de Teodoro García Egea de que Pedro Sánchez odia Madrid es solo la ocurrencia de un lunático desesperado. Siento desilusionarles: no es ese el método y las elecciones ya las perdieron no una sino dos veces.

He leído incluso de una profesora de Madrid que sostiene que todo esto del covid es una superchería inventada, que todo es fingido y que ella ha llevado la vida que ha querido sin contagiarse de nada. ¿De verdad esta persona está capacitada para enseñar? Hay en Bielorrusia un tal Aleksandr Grigórievich Lukashenko que sostiene lo mismo.

Resulta también entre patético e indignante que existan quienes, como el gobierno catalán, reclaman cada día la continuación de la mesa de negociación sobre «lo suyo» o esos otros manifiestos como el que firman los «artistas contemporáneos» quejándose de que el gobierno no les presta la atención que merecen. Parece estar fuera de su alcance entender que no está el horno para bollos y que bastante trabajo tiene este gobierno -o cualquier otro que estuviera en el poder− como para ponerse a pensar en los derechos de ciertas minorías que deberían tranquilizarse, sin incordiar con problemas suyos que sin duda son de menor alcance y desde luego que no es este el momento de atenderlos.

Tristemente, nos espera un futuro en el que vamos a tener bastantes cosas de las que preocuparnos y deberíamos estar todos a una, en vez de dedicarnos a hacer política. Quizás habría que recordarles a algunos que las próximas elecciones generales están previstas para el año 2023.     

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