01 septiembre 2021

La sutil elegancia de un tatuaje

Recuerdo perfectamente bien que cuando yo era niño solo podían verse tatuajes en los legionarios, los encarcelados y algunos marineros, pocos. Por supuesto que solo pude verlos fotografiados en publicaciones, no al natural, por la calle no abundaban los tatuados.

Bastante después, en 1990, me fui de veraneo a un apartamento en Albufeira, en el sur de Portugal; no estaba mal el lugar, aunque lo único que recuerdo es que el personal del resort no hablaba ni palabra de español, en contra de todas mis experiencias anteriores y posteriores en el país vecino y yo no sabía entonces ni una palabra de portugués, lo que supuso algún problema a la hora de comunicarnos.

En la piscina del hotel empezamos a charlar con otra pareja española que, casualmente, eran vascos, no especialmente divertidos, pero agradables. Desde el primer momento me sorprendió que "ella" tenía un tatuaje, no recuerdo si en un brazo o en el hombro; el caso es que aquello me llamó la atención en una persona de aspecto normal, pero recordé que los vascos tenían también costumbres peculiares a la hora de cortarse el pelo y no le di más importancia. Estaba y estoy preparado para asistir a alguna extravagancia excepcional y esta fue la primera vez que tuve un tatuaje cerca.

Con los años todo se ha precipitado: leo hoy en la prensa que más del 30% de los habitantes del planeta tiene al menos un tatuaje, ¡eso sí que es originalidad!, y en muchos casos no hacen más que seguir las tendencias de sus ídolos del fútbol, la música o el cine. Los hay que se llenan brazos y piernas con esos tatuajes, lo que según cierto escritor les confiere piel de reptil, o se hacen lo que seguramente consideran una elegante señal de distinción y personalidad: una pequeña flor, algún carácter chino, un nombre en delicada caligrafía, o como una joven con la que estuve esta semana, el texto contenido en el anillo de «El Señor de los idem», además de un bonito «lauburu» en el omóplato izquierdo para proclamar su afinidad con los vascuences. También está la posibilidad de hacer como Justin Bieber, que se tatuó −entre otras muchísimas cosas, parece un retrete público− lo que él debía pensar que era la escritura en números romanos del año de nacimiento de su madre −1975− y se grabó en el pecho «I IX VII V», para siempre; menos mal que el año no tenía ningún cero. No puedo evitar preguntarme, ¿se les ha ocurrido a los humanos grabados pensar que esa marca que se ponen es de por vida?, ¿qué sería tener que vestir los mismos zapatos durante toda la vida o llevar el mismo peinado?, ¿se imaginan en una mesa de quirófano (todo el mundo pasa por ello) con ese espectáculo, incluso de zonas íntimas?, ¿qué aspecto presentarán esos tatuajes cuando tengan 80 o 90 años?, ¿qué les parece si se pasan de moda en pocos años (las nuevas generaciones son crueles)? Cualquiera puede recordar las peripecias por las que pasó Melanie Griffith, que tuvo la ocurrencia de tatuarse «Antonio» en la parte alta del brazo, olvidando que los amores pueden no ser eternos y los tatuajes sí lo son. (Ver vuelta atrás).

Sigo con las ganas de leer una encuesta que se haga entre los tatuados para saber el motivo por el que se colocan esos grabados en la piel: ¿por llevar una especie de pancarta proclamando algo?, ¿para demostrar cuánto quieren a su madre o a quien sea?, ¿porque están convencidos de que ese añadido aumentará su natural belleza o encanto?, ¿por coleccionismo?, ¿porque se lo hacen gente famosa? Traten de imaginar si yo me hubiera hecho en su día un tatuaje de Diego Valor y tuviera ahora que explicar a todos quién era ese personaje. Soy sincero, no tengo ni idea de cuál es la razón predominante, pero sería curioso saber la motivación de cada uno para hacerse voluntariamente −¡y pagando!− algo que yo no me haría ni por un millón. Ni aunque jugara al fútbol.

Es cuestión del concepto de belleza; a mí me parece infinitamente más bello un cuerpo bello y limpio que pintarrajeado. Siempre he mirado los tatuajes como una gamberrada de mal gusto, aunque la solución aparente −dirán− es fácil: simplemente no me los hago yo; pero resulta que eso no me evita presenciar tantos cuerpos humanos ensuciados y deteriorados caprichosamente. En fin, no puedo evitar acordarme de esos compañeros de gimnasio con una parrafada en chino en la pantorrilla. Lo he asociado de siempre con esa otra gamberrada vandálica que son los grafitis, aunque existe una diferencia esencial y es que los grafitis puede borrarse o no verse necesariamente (sobre todo si se hacen en casa ajena, lo normal), mientras que el tatuaje se lleva encima y va para más largo.

Hace tiempo me dijeron en un comentario −para mí fue un halago− que estaba claro que yo no tenía el blog para hacer amigos. Creo que esta entrada es una confirmación más de lo dicho, porque creo que son mayoría los partidarios del tatoo y es difícil que este discurso les haga cambiar. Hacerse un tatuaje debe tener un atractivo del que carece lo que escribo o digo.

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