Estoy seguro de que hay muchos
libros donde se habla del proceso de envejecimiento de las personas desde el
ángulo que me interesaría, pero la verdad es que yo no conozco ninguno de esos libros y por
eso tengo que rellenar el hueco con las reflexiones que día a día
voy haciéndome que, por descontado, no son muy originales ni muy profundas, tampoco este espacio da para mucho.
Es lógico que sea un asunto que
me preocupa ahora, cuando ya me doy cuenta de que no merece la pena hacer proyectos
que no sean a corto plazo porque, como suele decirse, las cosas empiezan a
ponerse feas. Sin embargo, no es una preocupación que surja precisamente en
esta edad, pues quizás porque ya le vi varias veces las orejas al lobo, fue
asunto al que le dedicaba tiempo con frecuencia desde joven, pero ya se sabe,
no es lo mismo consultar un horario de trenes que hacer un viaje y es ahora
cuando más vueltas le doy al asunto.
Puede que a muchos –sobre todo a
los más jóvenes que se creen que lo serán siempre– les sorprenda, pero esto de
cumplir años no es algo profesional, sino que está al alcance de cualquiera que
no se muera antes de practicarlo y la cosa viene a ser más o menos que
–digamos– hoy tiene usted 34 años y todo el mundo le llena los oídos con eso de
que es un joven con toda la vida por delante, y al día siguiente se levanta con
50 años y un par de hijos con la carrera terminada o a punto de ello. Pestañea
un par de veces y ya está prejubilado por algún ERE y listo para ser
pensionista y que pueda faltarle el respeto el primer imbécil con el que se
cruce, porque para muchos usted es ya un parásito social. Y con esto ya se acabó la parte más interesante de la película, pues a
partir de ese momento deja de ser protagonista activo de su vida para tan sólo
contemplar lo que la suerte –mala casi siempre– le vaya deparando.
Hablaba unas líneas más arriba de
los viajes en tren, ¿se acuerdan de la sensación que se produce cuando está
mirando por la ventanilla de ese tren y contempla durante minutos cómo se
acerca lentamente un paisaje y se van ampliando sus detalles, que finalmente se
nos presenta delante de nuestras narices, para seguidamente desaparecer donde
ya no podemos observarlo? Algo así me ocurre con muchos de los acontecimientos de la vida por la que nos deslizamos, y eso se vuelve notable –al menos
para mí– y fácil de entender en el caso de los actores de cine, un buen ejemplo para que sepan a lo que me estoy
refiriendo. Al acercarme a la adolescencia había un grupo de actores de cine
–casi todos americanos– a los que yo consideraba inamovibles: Gary Cooper, Burt
Lancaster, Cary Grant, Tony Curtis, Kirk Douglas, etc. (todos varones, las mujeres eran mucho más
volátiles), pero resulta que para mi sorpresa ellos desaparecieron, muchos
ya murieron, dejándome desconcertado acerca de la que yo presumía que era una presencia
perenne. Bueno, me resigné y di la bienvenida a otra generación, a veces
compuesta por hijos de la anterior, todos esos Michael Douglas, Robert de Niro,
Donald Sutherland, Michael Caine…; pero ahora resulta que estos también
desaparecieron y con eso se trastocó para mí el orden establecido, tengo que acostumbrarme
a otra nueva oleada y cuando lo haga ya habrá llegado su fecha de caducidad… o
la mía.
Mientras, me observo a mí mismo y
veo cambios físicos que no me gustan nada. Fue no hace mucho cuando tomé consciencia de mi edad. Inevitablemente, uno se ve a sí mismo como un joven que
cumple años –uno cada año– hasta que un día se da cuenta de que ha caído en lo
que otros llaman con soltura ancianidad; todavía recuerdo que hace exactamente
10 años alguien en un periódico llamaba anciano a Harrison Ford –coetáneo mío– cuando
acababa de cumplir 60. Sin que nos demos cuenta en el mismo instante, para los demás pasamos
de seres humanos a objetos muebles –sin paradas intermedias–, sólo útiles como posibles dejadores de una herencia o como acogedores de descendientes sin medios económicos
a los que alimentamos y sostenemos con nuestras pensiones. Resignación; esto es lo que hay.
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