26 febrero 2015

Llegaron los turistas. Se acabó el turismo

Hice mi primer viaje al extranjero allá por los 60, cuando aún el franquismo miraba con ojos de sospecha al que quería viajar al exterior y fue con un pasaporte válido sólo para un mes y por descontado con aquella coletilla impresa con un sello en las primeras páginas que decía: no válido para Rusia y países satélites. Más adelante, en los pasaportes más modernos, y como eso de países satélites resultaba un tanto críptico, fue sustituido –bajo el epígrafe de “este pasaporte es válido para”– por un sello que decía TODO EL MUNDO y a continuación añadía “excepto” y ahí se relacionaban los países del lado oscuro como Albania, Mongolia exterior, Rep. Popular China, U.R.S.S., Yugoslavia, etc. etc.

Nada de eso me afectaba, porque yo seguía el catecismo de los españoles de entonces; Portugal no era un extranjero de verdad, había que ir a un extranjero auténtico y eso significaba París, el hogar de todos los libertinajes y la torre Eiffel. Fuimos un amigo y yo en tren, debiendo transbordar en Hendaya y como cabía esperar llegamos hechos polvo a una residencia de estudiantes en la rue Jean Jacques Rousseau con cinco camas por habitación, pura privacidad. Eso sí, la torre Eiffel no estaba todavía saturada de visitantes y usted podía, si le apetecía, arrojarse saltando graciosamente la barandilla de una de las plataformas visitables, porque aún no existían esas mallas metálicas que a mí me hacen sentir claustrofobia.

Pese a todo, aquello era turismo. Pocos visitantes en monumentos y museos, uno se desenvolvía felizmente por la ciudad con sólo las limitaciones impuestas por un conocimiento deficiente del francés, pese a que era el idioma estudiado en el colegio.

Nada que ver con lo actual, en el que el turismo se ha transformado en una industria de producción en serie y en el que el turista es movilizado por las agencias como si de una mercancía se tratara (ya sé que no siempre es así, Ángel). Eso por no hablar de los divertidos aeropuertos y sus humillantes inspecciones, los aviones y sus confortables asientos. Quizás sea París la ciudad extranjera que más veces he visitado y he comprobado cómo en cada nuevo viaje la cosa estaba peor que en el viaje anterior, aunque lo cierto es que París es tan bonito que más que una ciudad parece un parque temático, como por razones diferentes también lo parece Nueva York.

Ahora se viven tiempos de turismo de masas y hay que aceptar como cosa natural que si usted visita –por ejemplo– el puente Carlos en Praga, tenga que abrirse paso a codazos para desplazarse de un lado a otro, que hacer una foto resulte casi imposible porque habría que poner vallas como las de la policía. También puede plantarse en el puente antes de las ocho de la mañana, pero lo considero incompatible con el placer que asocio a las vacaciones.

Comprendo que todo el mundo quiere viajar, aunque sea pidiendo un crédito para hacerlo o prescindiendo de lo preciso, y que hay que ir tachando países y ciudades que vamos conociendo, en ese álbum imaginario, como aquello que decíamos de NOLO y SILO, la cuestión que me planteo es si esos turistas conocen aceptablemente su propio país. Por otro lado, si dicen los químicos que un medio queda contaminado con la presencia de sólo un elemento extraño, imaginen cómo está ahora Venecia, la Capilla Sixtina, el Empire State, el Louvre, etc. Colas, colas, colas… Leí hace poco no recuerdo dónde, que era imposible acercarse a la Gioconda porque una masa de gente, aparentemente inamovible y nada permeable, permanecía de espaldas al cuadro haciéndose la inevitable autofoto (selfie para los políglotas) precupándose tan solo de que su rostro quede contiguo al cuadro en el plano de la foto. De hecho yo he vivido esa situación de hormiguero –pero sin autofotos– hace unos tres años. Curiosamente, la cercana Victoria de Samotracia permanecía casi solitaria.

Por eso fundamentalmente, me resisto como puedo a los asaltos de mi mujer, que reclama desplazamientos a donde sea (excepto África y “países” satélites) y sé que tendré que ceder, pero creo que el turismo de verdad ya no existe, aquellos románticos viajeros europeos del XIX, los primeros turistas, son ya más utopía que historia. 

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Javier, te has olvidado de incluir Barcelona y sobre todo su centro histórico Y Las Ramblas entre las ciudades imposibles de visitar.
Angel

Mulliner dijo...

Efectivamente, hace ya diez años que no he vuelto a Barcelona y creo que la situación que ya entonces apuntaba poco estimulante, se ha vuelto catastrófica y me han contado que desde las Ramblas (¿por qué la gente dice "arramplar"?) al parque Güell todo está imposible, aunque me parece haber oído que en este último se han tomado algunas medidas. La Sagrada Familia, ese fectiche tan bien vendido en el extranjero, debe ser un espanto.

Anónimo dijo...

Viajar siempre ha despertado fóbias y fílias. Cuando se emprende un viaje, uno se situa ante una balanza con ventajas en un platillo e inconvenientes en el otro, y observa el fiel. Lo que sucede es que no todas las balanzas están igual de equilibradas, es cuestión de temperamentos, y de ahí las fóbias y las fílias.
El día que yo no pueda viajar me sentiré un desdichado. Prefiero pensar que todavía me queda un tiempo.
Luis G.

Mulliner dijo...

El día en que yo no pueda viajar también me sentiré desdichado, pero fundamentalmente por ser tan viejo.