22 octubre 2015

La censura de nuestras entretelas

Me duelen los oídos de oír hablar de libertad de expresión, cuando resulta que ese concepto repugna a la mayoría, que se empeña en considerar que esa libertad consiste en que uno puede decir lo que quiera, pero por descontado que eso no vale para los demás, porque a los españoles esas libertades no nos entusiasman, simplemente no admitimos una realidad que no sea la nuestra. Y no nos engañemos, en España ha habido censura desde siempre, la hubo con Felipe II, con Franco, la hay hoy y estoy seguro de que Viriato –aun siendo pastor lusitano– tenía una Secretaría de Censura. Y cuando el gobernante de turno descuidaba un poco esa censura, ahí estaba la Iglesia para recordárselo.

Lo peor es que antes, en los tiempos de la dictadura que muchos hemos conocido, la censura nos era impuesta y por lo tanto nos rebelábamos –más o menos–, nos pasábamos emocionados las revistas y diarios secuestrados en los quioscos y además pensábamos que llegaría un día en que podríamos decir lo que nos diera la gana. Murió el dictador, pero la libertad de expresión duró poco. Ahora la censura es autoimpuesta y suele denominarse corrección política. Estamos también en plena era de los eufemismos y un ciego es un invidente o discapacitado visual y el gas lacrimógeno es fumígeno irritante

Casi nadie se queja, pero lo cierto es que no podemos decir ni en sueños lo que nos apetezca, la censura flota en el ambiente. Es más, durante el franquismo, en el tranvía que iba en Madrid a la Ciudad Universitaria, era normal que alguien iniciara la cantinela un bote, dos botes, maricón el que no bote, para que todos saltaran y hacer que el tranvía se tambaleara y conductor y cobrador intentaran despavoridos evitar un descarrilamiento. Cierto que ahora casi no hay tranvías y a los que hay les llaman metro ligero (otro eufemismo, porque ni es metro ni es ligero), pero a ver quién es el guapo que se atreve a decir algo parecido en cualquier lugar o transporte público.

Abundan quienes se empeñan en llamar subsaharianos a los negros, creando un serio problema de ubicación, porque es un disparate llamar subsahariano a un keniata o un malgache. Viene a ser algo así como si dijéramos que los españoles somos subescandinavos. Sucede que en este frenesí censurador, si usted envía a El País digital un comentario que contenga la palabra negro es inmediatamente eliminado, pero en su columna semanal en ese mismo diario, Javier Marías publicó un artículo criticando la necedad de decir subsahariano, afroamericano, o lo que sea en vez de negro, palabra ésta que repetía no sé cuántas veces. Claro que él tiene licencia poética, supongo, y me temo que además no se dejaría censurar.

Y ya, hablando de censura, les invito a que prueben a enviar un comentario con contenido que pueda no agradar al diario de destino, sea un periódico de izquierdas o de derechas. No incluyo a La Razón porque eso no es un periódico. Los diarios publican sus normas, en las que avisan de que lógicamente no se publicarán comentarios que contengan insultos, que inciten al delito, que sean de evidente mal gusto, racistas, etc., pero además está el factor X –la línea editorial– así que, por ejemplo, si usted trata de criticar a Podemos en Público no se haga ilusiones de que se lo publiquen y lo mismo si envía un comentario a diario.es en contra del independentismo catalán o vasco. No es que se les vea el plumero, es que tienen más plumero que una centuria romana.

Ahí tienen también a las llamadas redes sociales, obsesionadas por censurar continuamente lo que se publica y Facebook no permite la imagen de una madre amamantando a su hijo y ha llegado al extremo de censurar la fotografía de la sombra del cuerpo de una mujer porque se siluetaba un pezón.

La autocensura se ha instalado en nuestros hábitos diarios, en nuestra forma de hablar, y sin darnos cuenta nos expresamos con un vocabulario que hace sólo veinte años hubiera provocado carcajadas. Esta sociedad es como el burro en la noria, se mueve algo, pero pronto vuelve al mismo sitio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...


Querido Mulliner, yo distingo entre la censura que sufríamos en los tiempos de la dictadura, que nos obligaba a pasarnos a hurtadillas la información que nos interesaba, y el derecho que tiene hoy cualquier medio de comnicación a publicar lo que le venga en gana. Si no encuentro lo que quiero en un periódico, emisora de radio o canal de TV, lo busco en otro y termino encontrándolo. Y me considero razonablemente bien informado.
Por otro lado, a pesar de lo que diga mi admirado Javier Marías(más admirado como novelista que como columnista), en mi opinión es más riguroso referirse a un colectivo por la procedencia u origen geográfico que por la raza. Nosotros no somos subescandinavos, por supuesto, somos españoles o europeos. Pero a nadie le he oído que se refiera a los españoles o a los europeos en general por los blancos. Como tampoco he oído decir los turistas blancos que inundan nuestras playas, sino los europeos o los americanos. Ni he oído a nadie nunca referirse a los turistas japoneses por los amarillos, salvo con intenciones peyorativas. Por cierto, los malgaches y los keniatas tendrían duro, pero que muy duro, llegar a nuestras costas, aunque no dudo de que alguno se cuele entre los subsaharianos.
Luis G.

Mulliner dijo...

Sinceramente, me fastidia que cuando hago afirmaciones se me contrarie atacando lo que no he dicho, ¿a qué viene decir que los malgaches tendrían muy duro llegar a nuestras costas, si yo no hablo de inmigrantes, sino de la denominación de los nativos del África negra?. Descalificar a Javier Marías como columnista me parece como aquellos que dicen que no les gusta la televisión, ¿de qué hablan? Y con perdón, eres muy dueño de descalificarlo, pero me parece que como columnista él tiene más prestigio que tú o yo (y que los dos juntos).