31 octubre 2015

Según lo siento: Ella Fitzgerald y el jazz

Hoy voy a tratar de un asunto a sabiendas de que es la clase de tema que no interesa a casi nadie, al igual que sucede con otras materias sobre las que a veces escribo, como la gramática o los sentimientos. No pasa nada, este blog lo mantengo fundamentalmente para mi propio desahogo y satisfacción y a sabiendas de que conseguiré interesar a pocos.

Hace sólo unos minutos que he terminado de ver en la televisión un capítulo de una Historia del Jazz en 12 episodios que descargué hace unos meses y que voy viendo sin prisas, entre otras cosas porque como a los niños sus caramelos, me da pena que se me acabe, aun sabiendo que si dios me da salú la volveré a ver alguna vez más, pero no será lo mismo, porque le faltará esa sorpresa que acompaña al primer visionado. Me he levantado de la butaca al terminar, pensando ¡qué belleza es el jazz y hay que ver cómo me gusta! y qué pena que en toda una vida no haya conocido a nadie con quien charlar del tema, que me acompañara en este placer, que me enseñara, más allá de esos amigos y amigas con los que he asistido a algún concierto, pero que como me dijo uno en una ocasión, es una música que está bien, pero si dura mucho tiempo levanta dolor de cabeza.

En cierta ocasión mi ex esposa y yo fuimos invitados a cenar a la lujosa casa de un alto ejecutivo muy satisfecho de su éxito social –eran amigos de ella–, y en un momento dado él me llevó a un aparte para decirme que le habían contado que yo era un gran aficionado al jazz y quería revelarme que él también lo era. Le pregunté qué músico o estilo prefería y respondió muy vagamente que casi todos –aquello ya olía mal– y cuando le pedí que me enseñara algún disco, tras rebuscar en un montón de LP de intérpretes populares, sacó una de esas recopilaciones de canciones de éxito y me señaló muy ufano el corte What a wonderful world, interpretada por Louis Armstrong. Pobre idiota, creía que aquello era puro jazz. Supongo que para aquel esfuerzo por congraciarse conmigo se asesoró previamente en el Manual del anfitrión de éxito.

El episodio que he visto hoy en la televisión tocaba dos materias por las que siento extraordinaria devoción: el swing y una cantante que para mí es lo máximo en la historia de esa música en su forma vocal, Ella Fitzgerald. Si alguien me preguntara por mi cantante favorita –cosa muy improbable– le respondería que hay unas cuantas a las que me entusiasma escuchar y que son consideradas todas ellas impecables como intérpretes –y lo son–, pero es que no en vano Ella era apodada The First Lady of Song porque ninguna como ella interpretó con un estilo que se adaptaba a cualquier ritmo y con esa voz algo aniñada incluso de mayor y con tanto sentimiento que trasladaba a otro mundo, cuando ella cantaba, la melodía pasaba a ser otra cosa, uno se preguntaba cómo una voz puede llegar a esa plenitud de armonía y ritmo, a ese tono tan acertado; cierto que no poseía el dramatismo que le sobraba a Billie Holiday, pero era la más completa de la historia y prácticamente la inventora del estilo scat que lógicamente practicó como ninguna otra. Puede reprochársele que tras unos 25 años de carrera se hiciese más comercial, pero es que resultaría duro ganar menos que cualquier cantante pop o jugador de baseball, los músicos de jazz también gustan de las comodidades de una vida placentera.

Si una mujer se quiere acercar hoy en día al mundo de la canción, debe empezar por vestir de manera estrambótica, tener un aspecto llamativo e ineludiblemente ser generosa en la exhibición de partes de su cuerpo que no deberían ser tan públicas. Hasta en el mundo del jazz actual, cantantes de cierto éxito como Diana Krall no habría llegado a ninguna parte si no tuvieran un físico atractivo y una bonita melena rubia. Curiosamente abundan las jóvenes cantantes de jazz –Cataluña es una auténtica cantera–, pero para desgracia del género, las actuales no alcanzan ni de lejos a las que fueron reinas del jazz vocal en su día. De las cantantes pop mejor no digo nada, da una idea de su valía que aseguren su trasero o su busto en cifras millonarias y poco más haya para asegurar; no se puede perder lo que no se posee. Ella Fitzgerald perteneció a esa gloriosa época en que para cantar hacía falta saber cantar y hacerlo con personalidad, su aspecto no era desde luego para perder la cabeza, vestía sin estridencias y padecía cierta tendencia a la obesidad confirmada con los años. Son tiempos lejanos, y es una desgracia que eso signifique que las mejores grabaciones de Ella sean de una calidad técnica poco brillante.

Hay bastantes escenas en el documental que he visto hoy en las que el público baila durante los conciertos –el jazz nació como música para bailar– y es difícil que a uno, si es receptivo, no se le vayan los pies escuchando y viendo aquello. Me considero un afortunado porque hace años tuve la oportunidad de frecuentar un local en San Francisco donde tocaban jazz y se podía bailar, una experiencia realmente excepcional.

Alguien –una mujer– me dijo una vez que no le extrañaba que yo fuera rarito teniendo en cuenta la música que me gustaba. Esa persona –que presume de intelectual– posee millones en propiedades y en el banco y por lo tanto su opinión tiene muchísimo más valor que la mía, pero me satisface decirlo, el jazz no solo me gusta sino que me parece incluso una buena razón para vivir. Y aquella mujer es una ignorante malnacida por decir aquello y por muchas cosas más que yo me sé.

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