22 enero 2021

El civismo (y su carencia)

En una época de búsqueda de la eficiencia como la que vivimos es inevitable preguntarme ¿qué gano escribiendo sobre esto y lo otro? Seguramente a usted también le intriga y yo le voy a responder: no gano nada. Nada de nada. Quizás dejar un rastro recuperable para que yo mismo pueda, con el paso de los años, comprobar qué me preocupaba e inquietaba antaño.

Estoy leyendo estos días por segunda vez un libro escrito por el académico Fernando Lázaro Carreter −fallecido hace ya dieciséis años− en el que se recopilan artículos escritos por él en la prensa hace lustros. Fue un libro de mucho éxito en su momento −lo compré y leí en 1998− y los artículos dieron incluso para editar una segunda parte que también poseo y leí en su día. Libros muy leídos y poco seguidos.

Teóricamente tratan sobre errores habituales en el habla en el último cuarto del siglo pasado, pero en realidad es mucho más que eso, pues como sostiene el autor −y muchas más personas entre las que me encuentro− el habla de los habitantes de un país refleja el modo de vida, su nivel de formación y hasta su civismo. Lamentablemente queda muy claro que de esto último queda muy poco, pero es que si el autor levantara la cabeza moriría de nuevo horrorizado porque no es que se hayan cumplidos sus previsiones más pesimistas sobre el lenguaje, es que ha sido mucho peor que todo lo que él pudo prever.

Señalaba fundamentalmente los errores publicados en la prensa o los disparates proferidos por los presentadores de televisión. Ahora andaría desquiciado si pretendiera seguir con ese señalamiento, porque la cantidad ha aumentado de tal manera que es imposible el recuento. Se dicen disparates o se escriben faltas de ortografía que avergonzarían a un párvulo medianamente pudoroso. Sin ir más lejos, ayer oí decir a un tertuliano de Al Rojo Vivo en la Sexta eso de "preveyendo", algo que se creía ya desterrado. Poco antes, el simpático corresponsal en Washington afirmaba que "se escuchaban tres helicópteros"; un prodigio.

El problema de fondo es que si hablar bien iba perdiendo atractivo para la mayoría, hoy intentar expresarse y escribir correctamente despierta el desprecio y hasta la ira de los que están al margen de este interés.
 
Estoy convencido de que el incivismo acompaña al desinterés por la lengua de todos y de ahí que los niveles alcanzados sean deplorables en ambos casos. Vivo en una casa de tan solo diez vecinos distribuidos en cinco plantas. La basura tiene que dejarse en tres cubos de tapas de colores diferentes que se encuentran en un pequeño recinto de la planta baja: amarillo (envases plásticos), tapa marrón (orgánica) y tapa naranja (restos). Simultáneamente todos hemos recibido un extenso folleto con instrucciones dadas por el ayuntamiento y un aviso en la pared recuerda que los envases de cartón y el cartón mismo, así como las botellas tienen que llevarse a sus respectivos contenedores en la vía pública; disponemos de tres a menos de cien metros en las distintas direcciones posibles desde casa.

Es inútil: cuando usted va a dejar su bolsa en el cubo amarillo, encuentra que está lleno con envases de cartón porque algún vecino se ha comprado un televisor o ha recibido un encargo de Amazon en los que frecuentemente se conserva la etiqueta con el nombre del destinatario (a veces la arranca y la deja por allí). ¿Qué se hace con esta gente, teniendo en cuenta que la tortura o el fusilamiento no están permitidos?

¿Hablamos del respeto a los demás a la hora de estacionar? Es un problema universal que seguro que afecta −aunque mínimamente− hasta a los habitantes de Islandia. Si hay una ocasión en que se manifiesten con más violencia los instintos primarios es a la hora de aparcar el coche. Ahí no hay respeto que valga y no se deja paso para que pueda pasar alguien con un carrito de la compra, no digamos con un cochecito de niño o silla de ruedas, pese a las vistosas señales de "prohibido aparcar" que no interesan ni al ayuntamiento que las colocó ni a la propia policía municipal.

¿Hablamos del ruido que producen algunos vecinos? Yo disfruto de unos patanes en el piso de arriba −es ático− con los que ni siquiera mantengo relaciones desde que en 2005 le pedí amistosamente que pusieran fieltros en las patas de las sillas (dada la pasión familiar por el arrastre de ellas); se negó, creo que consideraba los fieltros "una mariconada". No se hablan entre sí; solo se gritan, y no sienten pudor porque nosotros sepamos obligadamente de todas sus ocurrencias; es como vivir bajo una corrala, si eso fuera posible. Son incluso ocasionalmente originales: el mes de abril pasado tuve que pedirles por favor que su hija −19 o 20 añitos− se abstuviera de hablar por Skype desde poco después de las 12 hasta las 5 de cada madrugada en el dormitorio encima del mío; con la misma naturalidad y frescura que si estuviera a mediodía hablando con una amiga en la playa. Era como tenerla gritándome al oído mientras yo intentaba conciliar el sueño.

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