16 octubre 2013

Conocimiento y fe

Hace un par de semanas vino en la prensa un artículo que contaba que una universidad británica había analizado 63 estudios científicos realizados a lo largo de muchos años sobre inteligencia y religiosidad y que habían llegado a la conclusión de que las personas religiosas eran menos inteligentes que los no creyentes. Cierto, es una noticia que me encanta y me produce una sonrisa de satisfacción –tanto como a muchos puede indignarles– pero es que para mí no es una novedad y no porque yo me encuentre en el lado favorecido, sino porque me parece evidente e indiscutible.

Ya lo sé, hay personas muy inteligentes que son religiosas, pero esa inteligencia la poseen a pesar de su faceta religiosa –su lado oscuro–, no gracias a ella y creo que precisamente esa fe puede que les impida o haya impedido llegar a más. Si alguien cree que estoy equivocado puede dejar su comentario, estaré encantado de leer sus argumentos o pruebas de que lo que digo está errado. No se aceptan fanatismos, que conste.

Mi principal testimonio para apoyar lo que digo –y lo que dice esa universidad británica– es precisamente la propia iglesia, que define más o menos la fe como la aceptación de algo que no puede ser demostrado, es decir, se basa en la credulidad y no en el conocimiento o la razón, ¿hace falta más? Fíjense bien, se llaman creyentes y no razonantes. No tengo más remedio que recordar que los creyentes que conozco, alguno bastante inteligente, naufragan penosamente al argumentar o cuando les hablo de los textos sagrados, que en general conozco mejor que ellos (y no pretendo ser ni medio experto, quede claro). Su actitud cuando se les cita algún texto disparatado es siempre argumentar que se trata de una alegoría que no hay que tomar al pie de la letra y más frecuentemente se niegan a escuchar, porque eso haría tambalear su mal cimentada fe.

Aproximadamente en la misma fecha de publicación de aquel artículo oí algo en televisión que me hizo recordar algunas de las primeras entradas de este blog, las dedicadas a creencias, en las que ya trataba burlonamente sobre las barbaridades e incongruencias que contienen el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Citaban en televisión que a todos nos contaron en el colegio cuando éramos niños aquello de la creación del hombre –Adán– y más tarde de la mujer –Eva– a partir de una costilla del primero. Eso de la costilla es difícil de digerir, pero ya que estamos con fantasías vamos a darlo por bueno. Se dice que después tuvieron cuatro hijos: Caín, Abel, Henoc y Set y resulta que el primero mató al segundo. Perfecto. ¿Alguien conoce algún fragmento del Génesis donde explique cómo se las apañaron los supervivientes para generar descendencia, el origen de la actual humanidad? Como en el Génesis suelta finalmente una frasecita asegurando que Adán tuvo más tarde otros hijos e hijas,  hay que asumir que los varones se lo montaron con las hembras –¿y con su madre también?–, así que por un despiste de quien fraguó esta historia, resulta que también se inventó el incesto, aunque no consigo imaginar cómo sortearon los problemas genéticos de la reproducción entre hermanos. No puedo negarlo, todo muy interesante y educativo.

Más todavía. Todos conocemos aquello de Noé y su arca, que si mal no recuerdo junto con su mujer, sus tres hijos y sus esposas e hijos de estos fueron todo lo que quedó sobre la faz de la tierra para de nuevo generar lo que hoy conocemos como especie humana, ¡qué digo!, los humanos y además todos los seres vivos que la pueblan hoy en día, descendientes de aquellos del arca. Eso supone que los nietos de Noé, primos o hermanos entre sí, tuvieron que fornicar entre ellos para tener descendencia, claro que después de lo de los hijos de Adán y Eva nada sorprende. Un detalle, ¿se imaginan a Noé atrapando moscas para meter una pareja en el arca? Pues ni les cuento para todo lo demás.

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