24 noviembre 2013

La puntualidad: una manía

Desde mi punto de vista, no hay mucho que decir sobre la puntualidad en cuanto a su definición, basta o debería bastar con lo que dice el diccionario: Cuidado y diligencia en llegar a un lugar o partir de él a la hora convenida. Así de corto, así de sencillo, así de claro. Sin embargo debo reconocer que es algo que mis compatriotas no acaban de asimilar y así como –casi– nadie discute la conveniencia y oportunidad de usar desodorante o lavarse los dientes, la idea de puntualidad se les resiste y lo consideran una particularidad sin importancia cuya falta a nadie debe molestar, como la de ser rubio o moreno o elegir Ribera en vez de Rioja y en el peor de los casos una manía, como amenazadoramente me hizo saber en una ocasión alguien muy cercano.

Existe en español una expresión que da una imagen bastante aproximada de lo poco que aquí se considera la medida del tiempo, me refiero a esa disculpa de “se me ha hecho tarde”, como si el control del momento en que hacemos algo escapara totalmente a nuestra voluntad y dependiera solamente del azar o de factores misteriosos. Parece argumentarse que somos víctimas pasivas del hado.

Viene todo esto a cuento de que un profesor de idiomas, un hombre que reside en España desde hace más de 35 años, cuenta hoy que todavía no se ha acostumbrado a la impuntualidad de los españoles y relata su experiencia en citas de comidas de negocios a las que sus interlocutores llegan siempre tarde, razón por la que, ya escarmentado, jamás acude a ellas sin un periódico o revista para ayudarle a soportar el retraso de los otros. Ofrece su fórmula mágica para llegar a tiempo, que yo comparto porque la practico y es infalible: salir a tiempo del lugar desde el que acudimos a una cita. Tan fácil como eso y tan aparentemente difícil de cumplir para algunos como eso.

Cuando quedo con alguien, si se retrasa, suelo esperar hasta cinco minutos después de la hora fijada y pasado ese tiempo me marcho si hemos quedado en la calle o en lugar poco confortable; si es un lugar cerrado puedo esperar hasta diez minutos, no más. No hace mucho me había citado con una agente inmobiliaria que se retrasó más de lo que admito y me marché. Me encontraba ya a considerable distancia del punto de la cita y me llama al móvil anunciándome con euforia que ya estaba allí. Cuando le contesté que no estaba ya interesado en el asunto se sorprendió, alegando que había sido poco más de diez minutos y que había sido –excusa mágica y original– porque se le había hecho tarde. Al advertirle que no pensaba volver y que no quería tratos con ella se quedó balbuceando y sorprendida por lo que consideraba una reacción violenta de mi parte. El que es impuntual ve tan natural que otros le esperen como el propietario de un perro da por sentado que los demás deben soportar las cacas y ladridos de su animalito. 

Todo el mundo ha vivido experiencias parecidas, salvo que por lo general están dispuestos a esperar, puesto que ellos a su vez recuerdan que han hecho esperar a otros y consideran todo esto un bonito juego de toma y daca. No es mi caso, y hay quienes lo toman como tan grave ofensa que cortan conmigo para siempre; me duele a veces, pero si consideran la puntualidad un defecto tan grave, mucho me temo que no tenemos gran cosa que decirnos.

No es por descontado un defecto exclusivo de los españoles, gente informal la hay en todas partes –más en cierta zona geográfica que no quiero nombrar– y todavía recuerdo un incidente con unas familiares de esa parte del mundo de visita por España con las que me cité en la puerta de su hotel para recogerlas y llevarlas a almorzar. Les rogué que fueran puntuales, pues era un lugar muy céntrico y resultaba imposible aparcar o permanecer en doble fila ni siquiera por poco tiempo. Fue inútil, después de diez minutos encomendándome a los dioses para que no pasara la policía y me denunciara, tuve que marcharme y las llamé desde el móvil avisándolas de mi marcha; se ofendieron gravemente y no he vuelto a saber de ellas. Ya saben, puente de plata

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