01 noviembre 2013

Mascotas

Cuando yo era niño, los hombres con profesiones de cuello blanco solían utilizar sombrero y recuerdo que, no sé por qué, el nombre más frecuente que se le daba a esta prenda era mascota, no me pregunten por qué. El caso es que ahora no me interesan éstas, sino esas otras mascotas más actuales, lo que de siempre se llamaron animales de compañía, claro que es difícil calificar como tal a una serpiente pitón u otros bichos que la gente acoge ahora en su casa.

He citado la serpiente pitón porque días pasados la prensa habló bastante de una que se le había escapado a su dueño y a la que después de mucho buscar se le dio muerte, pero por disparatado que parezca tengo que decir que ojalá fuera ése el animal de compañía escogido por la gente en vez del consabido perro, que es el que de lejos aventaja en las preferencias a la hora de elegir animalito. Y conste, yo mismo he tenido perro –animal que por lo demás me encanta–, pero nunca mientras vivía en un piso, que parece un hábitat escasamente adecuado para compartir con animales de cierta envergadura.

Me gusta más la pitón porque es un hecho demostrado que las serpientes no ladran y eso, a alguien que está más que harto de escuchar los ladridos de perros ajenos le parece una auténtica bendición, por más que las pitones no gocen de excesivo prestigio social. Por si fuera poca ventaja, nunca nadie pisó en la acera una caca de pitón, que es algo que, procedente de los perros, forma parte de nuestra vida diaria.

Cuesta admitir esa idea de muchos padres de que el resto del planeta debe soportar los llantos, gritos y hazañas varias de sus angelitos, pero esa pretensión queda en nada comparada con la idea de los propietarios de perros de que todos tienen que aguantar que su chucho ladre o aulle durante horas.

Hace un año, en un vuelo hacia Madrid desde otra capital europea, me tocó en el asiento situado tras el mío una señora que llevaba en brazos un perro de tamaño mediano, sin más jaula o envoltura. Como aquello me pareció una locura pregunté sobre ello a la azafata, que de manera displicente según es costumbre en las de Iberia, me contestó que estaba autorizado tal modo de transporte si el perro pesaba menos de ocho kilos. Me interesé en saber qué ocurría si el chucho hacía sus necesidades, o algún pasajero cercano padeciera alergia. Su respuesta fue que no estaba previsto nada para estos casos. Así que ya saben, si en un avión les toca cerca un perrito y tiene la ocurrencia de hacer sus caquitas, que como ya se sabe es la principal actividad de estos animales, sólo puedo recomendarles cristiana resignación. Cuesta aceptarlo, pero es así: si usted se baja la cremallera del pantalón y hace su pipí desde el asiento, puede apostar que va a tener problemas con los otros pasajeros y la tripulación del avión. Si es un perro el que lleva a cabo la hazaña –está claro que prescindiendo de la bajada de cremallera– no pasa nada, tout le monde content.

Siempre que en películas sobre tiempos pasados o en antiguas casas de campesinos hemos podido observar la alegre promiscuidad entre personas y animales, sin duda hemos agradecido que el avance de la civilización suponga evitarnos ese mal trago. Pues están equivocados, ya saben que esta despreocupada convivencia es perfectamente posible en la actualidad en el interior de las aeronaves, y no sólo en las de Ryanair, donde ya se sabe que el pasajero es tratado como ganado con DNI.

1 comentario:

Jaqueline dijo...

Así es. Lamentablemente los dueños de los perros se creen que los demás tenemos que aguantar a su chucho. Lo siento mucho, pero yo, desde luego, no viajo al lado de un perro, por más pequeño y mono que pueda ser. Y creo que estoy en mi derecho. Y me parece un disparate que las compañias aéreas permitan llevar a un perro en la cabina de pasajeros, porque como bien lo has dicho, ¿qué pasa con los que tienen alergia?