13 diciembre 2013

Somos como hablamos

Ahora está de moda afirmar todo eso de que somos lo que comemos, pero nadie puede negar que resulta complicado conocernos simplemente porque nos comamos un huevo frito con patatas o una paella mixta. Lo verdaderamente fundamental a la hora de identificarnos y saber de qué vamos es la forma en que nos expresamos, la riqueza o pobreza de nuestro lenguaje.

Supongo que son mayoría quienes han leído Pigmalión de Bernard Shaw o visto su versión musical, la película My Fair Lady. En ambas, un tal Mr. Higgins sostiene que es posible adivinar el entorno social de una persona y la zona de la que proviene simplemente oyéndole hablar y que con tan solo mejorar esa manera de hablar puede ampliar sus horizontes al permitirle codearse con gente de más noble linaje.

Parece que en Inglaterra no es tan disparatado como pueda parecer, al menos en tiempos pasados, y hasta diría que con bastante aproximación en nuestro propio país es posible saber mucho de una persona por su manera de expresarse, no es tan difícil saber de dónde procede alguien simplemente por su acento o carencia de él. En cuanto a la riqueza de léxico, aunque va resultando cada día más difícil su atribución porque lamentablemente la pobreza de lenguaje se va extendiendo en toda la sociedad –nivelando por abajo– y cuesta distinguir por el habla a un pastor de ovejas de un licenciado en periodismo o un arquitecto, el caso es que siguen existiendo algunas pistas que nos apuntan al menos la vulgaridad en el habla y la facilidad para contagiarse de los latiguillos y vicios populares en la persona con la que hablamos.

Por desgracia, el asunto tiene mala solución, porque si hace años una persona que cuidara su habla era respetada, ahora hay un cierto empeño generalizado en vulgarizar el habla y hasta se califica de inmediato como pedante al que es cuidadoso en la expresión oral y se le diría afeminado si eso no fuera actualmente un signo de distinción social.

Tengo todas las papeletas para ser tachado de necio si digo que una pista válida es la frecuencia con que una persona dice eso de ¡venga! –en especial al despedirse– como si nos animaran a sobrellevar con cristiana resignación las contrariedades del día a día. Por supuesto, da una idea bastante cierta de quién habla el que diga «escuchar» (por oír), «punto y final» (por punto final), «mayoría de españoles» (por mayoría de los españoles), «gratis total» (por gratis) y tantos disparates comunes que la televisión se encarga de extender.

Como ha desaparecido el interés por el lenguaje, abundan los libros traducidos de manera infame y aunque la lectura no sea un vicio nacional, también contribuyen a que la forma de hablar sea cada vez más penosa. Todo un círculo muy vicioso o, más que vicioso, perverso.

Sin embargo hay algo en lo que, tengo que admitirlo, juegan un papel importante mis propios escrúpulos lingüísticos. Muchos saben que hay lugares de España –no voy a decir dónde por si me equivoco o se molestan– en los que los hijos llaman a los padres precisamente con esas palabras al dirigirse directamente a ellos, es decir, padre y madre, y no hablo de campesinos sino de personas que son de lo más urbano, conozco varios casos y siempre me pareció curioso porque yo y la mayoría de las personas de mi generación y posteriores siempre dijimos papá y mamá, aunque siempre me resultó algo cómica esa costumbre de algunos países de Hispanoamérica de referirse así a los padres ante terceros cuando quien habla tiene edad para ser abuelo, pero es así y por eso no podemos sorprendernos por oír a alguna persona de 50 años de por allí decir algo parecido a «…pues mi papá…». Todo esto son regionalismos sin importancia, pero lo que me pone los nervios de punta es la moda extendida de manera casi absoluta por toda España de los niños llamando a los padres de papi y mami. Pero vamos a ver, ¿de dónde se han sacado eso?, ¿se creen más modernos –los papás– por permitir que sus hijos los llamen así? La verdad es que suena a algo aprendido en su día de las películas, donde en el doblaje de las procedentes de EE.UU. ponían ese papi y mami para dar el toque guiri a imitación de daddy y mommy y que, puedo asegurarles, cuando lo oigo ahora me hace sentir ganas de soltarles una buena patada en el trasero a esos horteras progenitores.

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