09 febrero 2016

Cocinillas

Llevo ya algunos años aguantando las ganas de escribir algo contra esa fiebre de fogones que nos ha invadido y conteniéndome porque en verdad no quería ni pensar en el asunto, a ver si así olvidaba todo sobre ello, pero ha sido imposible: el cerco es total y el tema omnipresente.

Basta que usted encienda la televisión a cualquier hora, para encontrarse un cretino con una bata y un gorro blancos explicándonos cómo perpetrar alguno de esos comistrajos supuestamente deliciosos que están tan de moda.

Tenía yo un Seat 600 y muchísimos menos años que ahora, cuando solía coincidir en la radio del coche –entonces no había posibilidades de llevar grabado nada– con un programa de cocina del que no puedo recordar el nombre ni el de su presentadora, una pena. La sintonía era graciosa y quien realizaba el programa era una mujer agradable y maternal. Sospecho que yo no le prestaba mucha atención y era tan solo un ruido de fondo, pero sirvió para que en aquel entonces yo aprendiera cómo hacer la salsa rosa, en una época en que el cóctel de gambas era un plato en pleno éxito y esa salsa algo que todo marido colaborador tenía que saber hacer. Hasta yo, que he evitado cuidadosamente ser un estorbo en la cocina, era llamado al recinto cuando había invitados y el plato estrella era ese cóctel de gambas. Esa salsa, junto con el picado de hielo con una maquinita ad hoc, eran mi aportación a la cocina universal.

Mucho han cambiado las cosas y desde el inicio de los programas de cocina en la televisión –no sé si el más antiguo que persiste es el del Arguiñano– con una tímida presencia, la cosa ha estallado y ahora es un tema que está presente en todos los canales y yo diría que a todas horas, ¡hasta existe un canal dedicado a la cocina las 24 horas! No pongo mucho la televisión, pero –puede que sea mala suerte mía– cuando lo hago, inevitablemente sale el genio de la restauración –si no hay fútbol– dando un tutorial sobre cómo hacer todo lo que usted podría imaginar que se puede hacer con alimentos y fuego. Perdón, y con nitrógeno, que de toda la vida ha sido un componente esencial de la cocina, ¿qué ama de casa no dispone de él? 

La cosa no tendría más importancia si no fuera porque han conseguido clavarse en el cerebro de los espectadores que al parecer consumen esa programación con más avidez que si fuera jabugo. Todos los canales se apresuraron a fichar a un chef más o menos conocido para dar la tabarra en pantalla y he oído de un concurso llamado Master Chef que nunca he visto, pero no he podido evitar ver esos anuncios promocionales con la aparición de un personaje con exagerados mofletes que se da un aire de suficiencia como si fuera el colega listo de Ramón y Cajal. Padecemos claramente una metástasis de didáctica gastronómica. Para colmo, me imagino que lo que enseñan son esas pamplinas de platos en los que lo más importante no es el aspecto gastronómico sino el estético y de ahí que haya salido incluso en el resumen de noticias de fin de año la que fue creación de un participante con el plato «león come gamba», clasificado como el «Ecce Homo de Borja» de la cocina, una triste patata cocida con unos ojillos y unos bigotes marcados con algo, una gamba y poco más. En fin, lo importante es que el plato sea fotogénico y con poca sustancia, y es componente imprescindible una «reducción» de algo, que es como lo de los jíbaros, pero con líquidos.

Han captado el interés de muchos de los que tienen una referencia vital en la televisión, pero debía de haber quienes escapaban de su magnetismo e idearon la solución ideal para que nadie se sintiera ajeno: una edición del concurso, en el que los participantes son niños, y así papás y sobre todo mamás pueden ver a sus cachorros haciendo cochinadas mientras a sus progenitores se les cae la baba. He visto un par de minutos y resultó repugnante asistir al alienamiento de los angelitos. Pobre infancia, pobre juventud...

Mientras creemos hacernos galácticos en la cocina, resulta temerario pedir paella o cualquier potaje en un restaurante normal sin encontrarnos con una sorpresa desagradable. Y no digamos si pedimos un huevo frito: casi nadie sabe hacerlo y lo normal es que nos sirvan algo difícilmente identificable o, simplemente, un ruin huevo a la plancha, bueno para quienes gusten de eso o lo tomen por prescripción médica.

Éste es un país en el que uno de sus más reputados investigadores es un cocinero que, para colmo, ha dejado de cocinar para dedicarse a pensar o algo así. Cuesta creerlo. Cuando yo era niño casi todos queríamos ser bombero o policía. Después y durante muchos años, ocupó esa aspiración el ser futbolista o astronauta. Hoy día, parece que lo que un infante desea es llegar a cocinero. No me digan que la raza no decae. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No veo muy claro la necesidad de cambiar nombre y URL pero gracias por dejar un enlace para conectar con el blog

Mulliner dijo...

No es la primera vez que decir cosas provoca incidentes con amigos y el mío es un caso más. No son muy amigos cuando con leves alusiones salen corriendo, pero prefiero no dar motivos.