29 abril 2016

Libertad de expresión, libertad de prensa

Circulaba un chascarrillo durante el franquismo que afirmaba que en España había libertad de prensa porque uno podía comprar el ABC, o El Alcázar, o el YA, o el Pueblo, o La Vanguardia Española, o el Arriba, o cualquier otro de los que se publicaban entonces. Quienes hacían el chiste eran plenamente conocedores de que la libertad de prensa no consistía en eso y se trataba precisamente de una burla sobre esa libertad tan ausente.

Me sería imposible hacer un relato exhaustivo de en qué consistían los periódicos de entonces, porque mi memoria no da para tanto, pero era cosa aceptada que todos éramos conscientes de esa falta de libertad y teníamos interiorizado el miedo a cualquier salida de tono de la prensa, que alguna hubo. Hay dos cosas que recuerdo perfectamente: el día en que leí acerca de un accidente ferroviario y otro posterior en que la prensa criticaba la existencia de demasiados baches en las calles de Madrid; temí que fueran a encarcelar a los autores de los textos. Por mucho que cueste creerlo ahora, eran dos tipos de asuntos que estaban totalmente prohibido publicar y fue precisamente una manifestación de que el régimen andaba aflojando ligeramente las riendas –ya en eso que llaman tardofranquismo– al permitir la publicación de noticias de ese tipo, creo que a finales de los 60. Con anterioridad y como ejemplo, de un accidente ferroviario muy grave –entre 200 y 500 muertos– que tuvo lugar en la provincia de León en 1944 apenas supieron los españoles sino por los rumores que se extendieron mediante el boca a boca. El régimen contó poco sobre el asunto, cuando no tuvo más remedio, y los muertos eran muchos menos, no más de 75.

Pero murió el dictador –en la cama, ya saben– y lentamente pudimos ir diciendo lo que nos apetecía, aunque la gran prioridad fue sacar en tetas a todas las figuras femeninas del cine nacional. Lo primero es lo primero.

Pero la felicidad no existe y hace años que empezó a invadirnos una grave epidemia de «corrección política» y se acabó la libertad de expresión, los periódicos tuvieron serios problemas financieros y cayeron en manos de quienes nunca deberían poseer capacidad de mando sobre un periódico. Ahí tienen el ejemplo de El País; empezó como una empresa ilusionante, al mismo tiempo que la democracia –en estos días se cumplen 40 años de su fundación–, y como prueba de esa ilusión eran accionistas fundadores personajes tan dispares como Ramón Tamames, Julián Marías o Manuel Fraga. No era un periódico de izquierdas, como muchos creían, pero sí era un periódico libre, y llevarlo bajo el brazo identificaba a su portador como persona de ideas progresistas. Durante bastante tiempo, en países como Brasil e incluso otros de habla hispana, se utilizaba para la enseñanza del español. Actualmente es propiedad de eso que ha dado en llamarse «fondos buitre» y su línea editorial oscila entre los puros intereses de sus propietarios y la derechona más repugnante; lo compran y leen quienes detestaban su línea original y han desaparecido de su plantilla señalados periodistas por mantenerse fieles a sus principios. En su versión digital permite que los lectores incluyan comentarios en la mayoría de las noticias, pero esos comentarios, además de cumplir –lógicamente– unas normas éticas y legales, deben pasar por el filtro no declarado del censor, lo que asegura que nada parecido a un comentario que les moleste va a ser publicado. Por descontado, no se permite crítica a las numerosísimas faltas gramaticales que el texto contiene habitualmente, fruto de la escasa preparación de los actuales periodistas, de ordinario sometidos a contratos precarios, mal pagados, y por tanto de escasa profesionalidad.

Juan Luis Cebrián presidente de Prisa, la matriz de El País, anda ahora utilizando a este periódico para perseguir a sus enemigos personales o los despide de empresas del grupo como la SER, en pura represalia por publicar su conexión con los papeles de Panamá. El País es ahora la viva representación de aquello contra lo que luchaba al nacer: la arbitrariedad y la opacidad.

¿La libertad de expresión? Ya no nos queda casi nada de eso, las leyes promulgadas por el PP, las nuevas líneas editoriales y, sobre todo, la autocensura, han hecho que numerosas expresiones queden excluídas y numerosos vocablos hayan desaparecido del repertorio de uso habitual y hasta vetados en los medios, todo español es ahora un censor en potencia.

Recuerdo que una de las sevillanas clásicas más conocidas empezaban «me casé con un enano, salerito, por hartarme de reír»; hoy, su autor iría a prisión y por supuesto que la sevillana ha dejado de oírse y pasado a la clandestinidad. Puedo asegurarles que los enanos, cuando esta sevillana era popular, no sufrían especialmente al oírla, como no sufrían los que se ganaban la vida trabajando precisamente gracias a su corta estatura, trabajos que curiosamente ahora están prohibidos por considerarse humillantes; parece que es menos humillante no encontrar trabajo para ganarse la vida. Por supuesto que aquella canción suena ahora hiriente, pero entonces no teníamos la piel tan fina y las preocupaciones de la gente giraban en torno de asuntos más serios.      

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me alegra leer tus apreciaciones sobre el actual periódico "El País", porque las comparto plenamente y pensaba que era yo el único raro al que había dejado de agradar el periódico que había leído toda su vida. Como me ha pasado lo mismo respecto del partido político al que había votado siempre, estaba empezando a preocuparme. Por eso esta entrada tuya me empieza a reconciliar conmigo mismo un poquito. ¡Que siga la racha!

algilodo

Mulliner dijo...

Gracias por tu comentario, agld.

No somos los dos los únicos que nos sentimos abandonados por El País, ni muchísimo menos, puedes oír y leer protestas y agravios de muchos que también sienten asco por el actual diario y su deriva. Una auténtica pena, porque no hay adonde echar la vista.