05 junio 2010

Temas delicados

Hay cosas de las que no se debe hablar. Esto es una doctrina fielmente seguida por la gran mayoría, que rehuye emitir una opinión que comprometa y prefiere limitarse a asuntos donde no se vislumbre la “trastienda” del orador. A ese enorme colectivo pertenecía, con seguridad, el primero que dijo aquello de que no se debería discutir de política ni religión. De qué hablamos entonces, ¿de fútbol?, ¿del tiempo? La respuesta parece ser que sí.

Es seguro que hago mal al no seguir esa norma, pero afirmo de todo corazón que me aburren buena parte de las conversaciones habituales y, por esa razón, en este blog trato de cosas sobre las que, sin ánimo de pontificar, emito mi juicio tal y como yo lo veo y por descontado que admitiendo opiniones contrarias, aunque en la práctica esas opiniones no aparezcan por ningún lado. Me siento satisfecho de que me guste tratar sobre política, religión y otros temas delicados. Puedo equivocarme al opinar, pero lo que sí es cierto es que con ello demuestro más honradez que quienes silencian sus propias ideas, quizás, porque en lo profundo de su ser no les parezcan muy defendibles o sea difícil catalogarlo como “ideas”. Y se aprende más y se abre más la mente discutiendo sobre un tema que callándolo.  

Desde que en 1990 la Organización Mundial de la Salud excluyó la homosexualidad de la lista de enfermedades, la consideración de la gente, las leyes y las actitudes han cambiado radicalmente hacia quienes poseen esas inclinaciones sexuales. ¿Es eso real o producto de cierto adoctrinamiento? Pasamos en poco tiempo del rechazo rotundo a la aceptación entusiasta. Sin embargo, es fácil detectar que no se ha dado tiempo a la sociedad a asimilar de manera natural la nueva actitud respecto de los homosexuales, después de siglos de desprecio o persecución, y como en tantas cosas, me parece que la prisa o la desmesura son poco aconsejables.

Hace tan solo 20 ó 30 años la homosexualidad era una vergüenza y como tal se ocultaba, aunque en muchos casos no pasara desapercibida y todos sabíamos de murmuraciones al respecto sobre éste o aquel personaje público. Al hombre con esa orientación se le llamaba como poco marica y a la mujer tortillera. Recuerdo que en mi grupo de amigos de aquella época había uno de ellos y la verdad es que el trato que recibía no era discriminatorio ni él debía percibir prejuicio alguno, puesto que continuaba acompañándonos en las salidas del grupo, y yo me sentía bien porque encontrara un espacio amigable entre nosotros. Como era muy amanerado, provocaba a veces algunas sonrisas, pero nada serio.

Cambiaron las cosas, y ahora ser homosexual ha pasado a ser un título equiparable a la ingeniería o medicina y he tenido oportunidad de ver en la televisión a una madre confesarse orgullosa porque su hija era lesbiana, con el mismo tono que si la joven se hubiera graduado cum laude en alguna difícil carrera. Ojo, quiero aclarar que puedo entender que esa madre quiera y apoye a su hija sea cual sea su inclinación sexual, eso es lo justo. Empero lo otro, simplemente me deja estupefacto. Hemos pasado de un nefasto extremo del péndulo (rechazo a los homosexuales) al otro nefasto extremo (ser homosexual es lo mejor).

Hablando de orgullo, tenemos hasta una celebración del “Día del Orgullo Gay” para la que el ayuntamiento de la capital aporta más de cien mil euros cada año. Mucho más de lo que dedica al fomento de muchas artes y no digamos a la provisión de camas de tipo hospitalario –a título de préstamo- para quienes están enfermos o impedidos en su hogar. Lo sé porque he sufrido de cerca esa situación. Claro está que hay muchos más homosexuales votantes que impedidos votantes, razón última del comportamiento de ciertos políticos.

Continuando con la tradición nacional de acoso al idioma, el asunto se aborda gramaticalmente cometiendo atropellos con el lenguaje, por eso denominan “gay” a los homosexuales de origen masculino y “lesbianas” a las femeninas, obviando que “gay” es una palabra extranjera que no añade nada a las que ya existen en nuestro idioma y que en su idioma original, esa palabra se refiere tanto a unos como a otras. Por otro lado, si la palabra que teníamos de antes era peyorativa, lo que se debería es despojarla de esa cualidad. ¿Acaso ha mejorado el prestigio del artilugio porque en vez de “retrete” lo llamemos “water”?

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